Dulces suspiros

Capítulo 7. El parque de los enamorados

Daina

El parque donde acomodo mis pensamientos. O, el parque donde lloro mis tristezas.

Curioso cómo, no importa lo que pase, siempre volveré a este lugar. Sencillamente porque los lugares son buenos guardando secretos y, aun mejor, recordando momentos.

Allí está la banca de madera, que no solo me ha servido de asiento, sino también me ha abrazado en mis dolencias. Es especial porque me transmite el recuerdo de una niña abrazada de su padre. Yo, la niña con miedo al mundo, con terror a la vida y pánico a la soledad protegida por los brazos de su padre, el más valiente de todos.

Sentada en esa misma banca de madera, podía ver el césped hermoso y más verde que nunca. Las plantas, los árboles y las flores me recordaban aquellos días dónde mi padre decía:

Todos podemos plantar cualquier semilla. No necesitas ser experto, ni mucho menos tener buena mano; solo necesitas hacerlo con fe, con amor y cariño. Ven todo el tiempo a platicar con ellas y verás que crecerán.

Las palabras resonaban en mi cabeza. Extrañaba esa versión de papá. Aunque ahora entiendo que en aquel entonces también era un hombre triste que nunca tuvo a alguien con quien platicar sus problemas. Por eso, se lo contaba a las plantas y a los árboles; ellos nunca lo juzgaron y, mucho menos, le dirían cosas hirientes. Cosa que a los humanos se nos daba de maravilla.

Me aferraba a creer esas y más palabras que siempre me ha dicho:

—No lo busques, deja que te encuentre. El amor, las tristezas, las risas, los llantos y las personas. Todo se mueve a través de conexiones. Solo ten paciencia y todo llegará.

Nunca imaginaría que, en el peor momento, puede nacer el mejor encuentro.

Sentada en silencio. Porque era lo único que podía otorgarme a mí misma: silencio. Ni más ni menos. Si me daba palabras de aliento, caería. Si me abrazaba, me destroza. Y Dios sabe cuánto necesitaba un abrazo. Un simple abrazo.

El atardecer casi cubría por completo el cielo y el frío se intensificaba, quemando mi cara y mis manos. Hubiera sido incómodo si no me consumieran mis emociones.

No contemplaba cómo pasaba el tiempo. No tenía cabeza para ello. Sí, mi cabeza estaba presente, pero mi alma y mi mente estaban dándole vueltas a lo mismo: mi padre, la pastelería, Susan, el chico misterioso, mi vida..

Cada pensamiento era un golpe de desesperanza, un aumento a mi ansiedad y la invitación a que la depresión se presentará.

Notaba su mirada a lo lejos. Esa que siempre me brinda justo antes de entrar a la pastelería. Tiene esos ojos cálidos y esa mirada pesada que examina cada parte de mi ser, a excepción de mi alma, —porque no se lo permito—.

Lo vi acercándose a mí. Su perfume lo traía el viento y su presencia se hacía cada vez más una necesidad en mi vida. Me recordaba que nunca lo podría tener, por más que lo necesitara, por más que lo quisiera.

<<Es bastante guapo. Es muy perfecto. Diablos, es tan.. tan.. exquisito>>

De repente, lo vi sentarse en la esquina opuesta de la misma banca. Fingí sorpresa al verlo, pero lo único que me sorprendió fue que viniera. Por mí. Por mi causa.

Venía por mí y no por mis galletas. Se emocionó mi corazón.

Solo que no tenía ni los ánimos ni las fuerzas para iniciar la conversación. Menos para ilusionarme con este error. Porque eso era: un error.

Los primeros minutos permanecimos ambos callados. De vez en cuando, su mirada se cruzaba con la mía e inmediatamente volteaba a cualquier otro lugar. Me sentía nerviosa con el hecho de que estaba aquí.

Cómo deseaba que me abrazara.

De pronto, una pregunta desplazó todos los pensamientos de mi cabeza:

—¿A qué sabrán sus labios? —grito mi corazón, uno muy ilusionado.

Internamente me respondí, o al menos eso hizo mi razón:

—Podrían saber a lo más delicioso que hayas probado, pero eso no quiere decir que te corresponda y mucho menos que te deseen.

Las palabras funcionaron como una aguja que explotó el globo de ilusión en el que me envolvía. Me centraba en la tierra y me regresaba a mi realidad.

—¿Cómo supiste dónde encontrarme? —pregunté, aún con la mirada fija y concentrada en la planta de rosales que se encontraba al frente.

—Susan me lo dijo. No sé si estás informada, pero no es muy buena guardando secretos.

—No me sorprende. —Sonreí y agregue:—. ¿Qué te contó, si se puede saber?.

Aunque me daba curiosidad conocer qué más le había dicho esa loca pelirroja, la incógnita no era igual de grande que el deseo de estar entre sus brazos, sus labios, su…

—No te puedo decir, porque yo si soy bueno guardando secretos —se excusó y yo volví a sonreír.

Qué vergüenza. Parecía una adolescente enamorada de su amor platónico, inventando escenas de nosotros en mi cabeza.

—Ah, mira. —Me moví un poco para poder apreciar mejor esos hermosos ojos cafés que nublan mi razón—. Eres tan misterioso que ni siquiera me has dicho tu nombre. ¿Te das cuenta que llevas semanas visitándome y nunca me lo has dicho? —confesé, segura de mí misma por fuera, pero por dentro siendo un cúmulo de nervios.

—Oye, tú tampoco preguntaste —se hizo el ofendido—. Aunque realmente nunca preguntas, todo el tiempo Susan hace tus preguntas. Deberías ser más valiente. ¿Qué pasó con Daina, la chica llena de harina, que me enfrentó aquella vez? La que fue tan atrevida que me regaló una galleta… Deliciosa, por cierto.

<<¿Deliciosa la galleta o la Daina cubierta de harina?>>

Bajé mi vista, porque me intimidaba y, a la vez, me daba tristeza recordar a una Daina feliz. Ese día lo era, hoy no.

A los segundos, reparé en el hecho de que sabía mi nombre. ¿Cómo? Susan, obviamente.

—Sabes mi nombre —lo enfrenté—. No me parece justo. Yo no sé el tuyo. —Tomé aire y las confesiones se salían de mi boca—. Si te soy sincera, yo también quiero saber qué pasó con ella, pero la vida a veces transforma a las personas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.