Daina.
—¿Por qué me aferro a algo tan fugaz, a una realidad que no me pertenece? —renegué en voz baja, pateando las rocas, las ramas, o cualquier cosa que estuviera en el piso.
Caminando de vuelta a casa, me arrepentía del acercamiento con Jason.
Tal vez fue una muy mala decisión haber dejado que me abrazara. Una gran equivocación haber permitido que nuestras pieles tuvieran contacto y, más aún, haber sentido su calidez, su templanza y su sinceridad en cada palabra y en cada caricia.
Fue abrir mi corazón a un extraño.
Mala idea. Hermoso sentimiento.
No me gusta sentir esto en mi corazón, mucho menos la sensación en mi pecho, esa que me incita a querer más de Jason. A querer más abrazos, más información de su vida e, incluso, más besos.
¿Por qué ahora tengo esta necesidad de tenerlo en mi vida?
Si bien, entiendo que en orden de poder contrarrestar las grandes batallas de nuestro días, es importante aferrarse a creer. Algunas personas creen en las energías, el tarot, los horóscopos, los ángeles o tal vez una religión. Todo para mantener la fuerza que se va consumiendo con cada decepción de la vida.
Más allá de poder creer en esas cosas, mi ilusión se ha mantenido a partir de un sentimiento más efímero, algo intangible a la vista y muy deseable en el corazón.
Mi esperanza ahora era él.
Solo esperaba, muy dentro de mí, que esta esperanza e ilusión salieran a flote en la tempestad de las circunstancias de mi vida.
Sin embargo, la historia se repetía otra vez. Era cuestión de tiempo para que algo aún más terrible llegara a mi vida, porque siempre era así.
Y si, pretendería estar fuerte ante tales situaciones, aunque en mi interior seguramente estoy —y estaré— destruida. Porque la vida destruye. Seguramente mis propias emociones jugarán conmigo misma, con mi corazón partido. Seguramente mis ojos se llenarán de lágrimas y mi ansiedad empeorará. Porque el ciclo no se rompe, solo se retrasa hasta destrozarme. Como es de costumbre.
Nuestra plática fue triste, pero la compañía fue cálida. Era un abrazo ante toda la angustia y un rayo de sol entre todas las nubes que me atormentaban.
Llegué después de un buen rato a casa, a mi lugar seguro. Pensé en llamar de inmediato a Susan para contarle absolutamente todo, pero no. Mejor me quedaría en casa y platicaría con papá.
Abrí la puerta y no encontré a papá sentado en la sala, a mi espera. En su lugar, el dolor y la preocupación se habían puesto muy cómodos.
Un dolor tan grande me partió el corazón. Papá otra vez estaba en el hospital. Aquel dolor, descrito como un sentimiento de tristeza y desesperanza, acompañado de un dolor en el pecho, ganas de llorar, desesperación, frustración… Una sensación que las personas no podrían comprender hasta que lo viven.
No me quedé a tener explicación. Salí en busca de mi padre.
<< Fue como un segundo que sucedía en cámara lenta. Veía a mi familia sentada, con una cara de desesperación, tristeza y enojo. Lo intentaban disimular y, aún así, era muy evidente su presar.
¿Qué podía hacer yo?¿Qué hago ahora?¿Cómo puedo solucionarlo?.
La desesperación me corrompía, y yo debía estar fuerte por papá, por mi familia. Pero ¿Qué hago?
¿Alguna vez has sentido ese sentimiento de ahogo emocional, donde todas las emociones en tu interior se sienten como un tsunami que no solo te golpea y ahoga, también te consume?
Yo sí. Y no una sola vez, miles de veces.
Pero tú debes seguir fuerte como un roble, porque si te derrumbas, se derrumba la familia entera.
Tal vez, para muchas personas o para los doctores es un paciente más en el hospital. Pero para la familia de ese paciente, es un papá, una mamá, un amigo, amiga. Es una persona especial.
Doy lo que puedo por estar fuerte, y lo haré.
Porque sé que él haría lo mismo por mí, o inclusive más de lo que yo hago por él.>>
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Algunos lugares parecen estar destinados para ciertas personas.
El cuarto de hospital donde se encontraba mi padre. El mismo cuarto blanco en el cuál le habían dado la noticia de su enfermedad. El mismo cuarto blanco que mi padre visitaba en cada recaída. El mismo cuarto blanco donde recibía las quimioterapias. El mismo donde papá sufría. Era como si ese cuarto blanco estuviera reservado únicamente para él. Y para su sufrimiento.
No podía apartar mi mirada de él. Otra vez aquí.
Papá permanecía recostado en la cama del hospital, fingiendo estar dormido para no tener que platicar con nadie, su única manera en la que podía evadir alguna conversación no deseada.
Mi vista se tornó borrosa ante la aproximación de las lágrimas. Siempre que lo veo aquí, es el mismo deseo: ojalá él nunca tuviera que pasar por esto. Ojalá fuera yo y no él.
Los recuerdos de mi infancia junto a él me inundaban. Parecíamos dos personas diferentes. Yo ya no era una niña, y él ya no era aquel hombre joven que nunca le temía a nada. Ahora estaba postrado en una cama de hospital, y lo que más me dolía era su falta de esperanza, su falta de compromiso y su desinterés por mejorar su salud.
¿En qué momento llegamos a ser tan miserables?
Lo vi despertar y me acerqué para tomar su mano.
—Hola, viejito —susurré y acaricie su rostro—. Que bueno que ya te encuentres mejor. Lo importante es que estés bien y que estés tranquilo —aclaré mi voz y escondí mis lágrimas lo mejor que pude.
—No fue para tanto, ya estoy bien. —Desvió su mirada a la pared para evadir mi regaño. Solo pude notar sus ojos llenándose de lágrimas, pero él las limpiaba rápidamente—. No tenías que venir ni dejar de hacer tus cosas, ya has hecho mucho por mí.
Sabía lo que se avecinaba. Sabía que una pelea por esto iba a volver a pasar. Desde hace una semana ha sido lo mismo.
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Editado: 10.08.2025