Dulces suspiros

Capítulo 9. Jugando a ser grandes excavadores

Jason

Cada quien sabe el infierno que ha vivido. Han sido las mismas palabras que mis amigos mexicanos me habían dicho desde el primer momento en que conocieron a mi padre.

De tantas frases, modismos y dichos que decían, esta frase se había quedado en mi mente.

Porque, aunque no podía describirlo en palabras, esa era —y será— la manera en que puedo justificar las acciones de mi padre. Simplemente porque el señor Dylan es así: utiliza su pasado lleno de horribles experiencias para poder justificar su egoísmo y su manipulación hacia mi madre, y ciertamente, hacia mí.

Somos sus marionetas favoritas.

Y ese poder de hacer lo que quiera conmigo no se lo dio nadie más que yo.

Le entregué mi vida a un extraño, a un padre ausente que nunca estuvo para mí. Una persona soberbia que me obligó a estudiar finanzas, solo para cumplir sus sueños. Solo para poder sostener su legado.

Porque lo único importante en la vida del señor Dylan Thompson es su prestigiosa e importante empresa de café.

Ni siquiera me gusta el café.

Caí como tonto en sus palabras, al decirme que lo hiciera por mi prospero futuro, por mi estabilidad. Dejé mis sueños en segundo plano, solo por él.

Aunque, de ser sincero, no tengo idea de cuales son mis propios sueños. No sé cuáles son mis metas.

Por un tiempo, mi mayor deseo era ser el hijo digno de la familia Thompson. Debía honrar a la familia. Siempre intentando ser el orgullo de mi padre, ese era mi único trabajo, mi deber como hijo único. Solo buscaba captar su atención. Su amor. Su cariño.

¿Era mucho pedir escuchar un “estoy orgulloso” de ese hombre?. Dos estúpidas palabras que nunca llegaron en mi infancia, únicamente son letras que se convirtieron en mi mayor anhelo.

¿Por qué las necesito tanto?

Hoy entendí un poco más a Daina. Es horrible ver como las personas más bellas y buenas son las que sufren más en la vida.

¡Mom!. —grité al ver a mi madre.

Estaba tirada en el piso, lloraba y temblaba de pánico.

Corrí de inmediato a su lado. El tiempo pasaba lento; cada paso que daba sentía que me alejaba más de estar allí para ayudarla.

Mi única misión de vida, o al menos para lo único que sirvo, es para estar con ella, para apoyarla en sus ataques y en sus pesares.

—Mírame, mom. Aquí estoy.

La tomé entre mis brazos, pero ella seguía sin responder; al contrario lloraba y lloraba sin parar.

Desearía ser yo el que estuviera en su lugar. Desearía eliminar cada dolor, cada lágrima y cada preocupación de su cuerpo. Deseaba que todo su sufrimiento se lo pasara a mi padre.

Su cuerpo estaba aquí, pero su mente no estaba presente. Esa maldita mente que la controla, esos pensamientos que la invaden y la quiebran.

La sujeté más fuerte y puse una mano sosteniendo su cabeza. Levemente la recosté por completo en el piso y, sin dejarla sola, me quedé allí. Porque eso era lo único que podía hacer: estar con ella.

Las personas a veces no necesitan cosas materiales. Mi madre tenía todo lo que pudiera imaginar, y lo único que tanto anhelaba nunca lo podría obtener: el amor de ese ser horrible que es mi padre.

La controlé. El ataque pasó, pero mi susto no.

Hice todo lo que los doctores me han dicho que haga para ayudarla: hicimos las respiraciones, le hablé, la distraje, la abracé, hice todo lo que pude.

Por suerte pasó, y aunque logré estar ahí para ella, aun así nunca me acostumbraré a verla sufrir de tal manera, ni pretendo hacerlo. No puedo pretender que no siento nada al verla sufriendo; simplemente no puedo ignorarlo y seguir como si nada.

Intento, e intentaré, estar para mi madre, pero eso no me hace menos humano. También siento su miedo y su estrés. Yo mismo tengo miedo de no poder ayudarla. Así como las otras personas desconfían de mí para cuidarla, así lo hago yo mismo.

Tengo miedo, claro.

Me preocupo, pero a veces no tenemos más remedio que afrontar esos miedos. Sé que está bien llorar y derrumbarse. pero no lo haré. No enfrente de ella. No, porque yo sé que eso no le ayuda. Yo sé que, al menos al pretender que es fuerte, llegará un momento que se lo creerá.

Aún tirados en el piso, sostenía a la persona más importante de mi vida. La que ocupa todo el espacio de mi corazón

—Aquí seguiré sosteniéndote hasta que mi último esfuerzo, de la última parte de mi cuerpo, no me dé. Entonces buscaré otra forma, pero siempre estaré. —le recordé a mamá la misma frase que siempre me repetía cuando lloraba por los regaños de papá.

Ella siempre me daba palabras de aliento ante las exigencias de mi padre. Cuando era un niño pequeño, solía esconderme debajo de mi escritorio, todo para evadir al monstruo. Todo para evadir a mi padre gritando. De pronto, el silencio acompañado de la mano de madre me salvaban de la oscuridad y del terror.

Entonces, recostados en el piso, colocaba mi cobija favorita sobre nuestras cabezas y jugábamos a ser grandes excavadores dentro de una cueva.

—No te pares, aquí quédate conmigo. ¿Recuerdas cuando era pequeño y jugábamos tirados en el piso? Juega conmigo otra vez. —supliqué ante mi desesperación.

Intentaba estar calmado para ella, pero era inevitable notar mis lágrimas caer y escuchar mi voz temblar

—Dime ¿cómo te sientes? —pregunté, conociendo la respuesta.

Su alma duele, ella no está bien internamente.

—Discúlpame, otra vez te preocupé, otra vez te molesté. —Mi madre sollozaba, sin dejar de abrazarme—. Perdóname, hijo.

—Ni lo digas, no es nada. Has hecho más por mí. Lo mínimo que puedo hacer es quedarme.

—Ni siquiera sé por qué pasó, no sé cómo se detonó. Llevaba meses logrando estar tranquila, sin medicamentos… Lo arruiné todo.

Sus palabras me decían una cosa, pero sus ojos me demostraban que sabía la razón.

Ambos lo sabíamos: Mi padre.

El mismo que ha tenido la culpa de todos sus ataques.




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