Jason
Durante toda la semana, mi vista nunca faltó.
Y nunca más faltará.
—No sé, estoy indeciso —expresé, dejando un poco de suspenso para captar por completo su atención—. Entre sí me gustaba más observarte desde la ventana o escucharte hablar de cosas tan raras.
Me regaló el placer de contemplar su pequeña sonrisa de vergüenza. Aún no se acostumbraba a mis halagos, pero yo seguiría diciéndolos con la intención de siempre hacerla sentir segura.
Al menos eso creo: mis halagos son para alegrar sus días, nada más.
No estoy seguro si era esa linda joven la que hacía mis mañanas más felices, pues me ponía de buenas al escuchar su voz, y el aroma a pan recién hecho se había vuelto mi favorito. O si era la angustia de saber: ¿cómo se encontraba?, ¿qué pasaba en su vida?, ¿qué sentía?, ¿qué pensaba?.
Ella generaba un rompecabezas en mi corazón, el cual estaba dispuesto a descifrar.
—¿Cosas raras? —insinuó la chica llena de harina, con las manos cubiertas de chocolate.
La misma mujer que, hace unos segundos me estaba hablando de cómo descubrió que el pan de vainilla con plátano y queso crema sabía mejor si lo sumerges en café… pero que tuviera cuidado porque mi pan con aguacate no sabría muy bien.
—Sí, cosas raras.
—No son raras, solo no son comunes para ti. Por ejemplo, tú chopeas el pan en el café. ¿Verdad?
—¿Qué yo hago qué? —me defendí de inmediato—. ¿Es malo, verdad?. No. No. Jamás le haría eso a un pobre pan.
Ella y sus palabras raras. Me encantan.
Eso era otra cosa que me mantenía ocupado: intentar entender sus palabras raras ,y al mismo tiempo, aprender vocabulario norteño.
—Chopear. Es decir, sumergir el pan en el café.
—No. ¿Por qué haría eso? Terminaría arruinando mi café.
La cara de decepción de Daina me sorprendió. ¿Acaso estaba haciendo algo incorrecto con mi pan?
—Ven. —dijo, a la par que me sujetaba de la mano para dirigirnos hacia la cocina.
Yo le seguí el paso hacia donde ella me llevara. Yo la seguiría a donde ella quisiera y a donde ella ordenara.
Pasar de estar en la ventana observándola, a estar a lado de ella mirándola extenderme una taza de café era un suceso nuevo en nuestras vidas. Uno que me costó mucho lograr, como para rechazar cualquier contacto que tuviéramos. ¿Cómo le despreciaba eso?¿Cómo le decía que odio el café?.
Amo el aroma, pero detesto el sabor.
Fingí una sonrisa y sujeté la taza. Claro, creí que era bueno ocultándolo, pero al parecer no.
—¿Qué pasó?, ¿por qué esa cara? —enarcó su ceja, examinándome de pies a cabeza.
La tensión aumentaba y yo sólo hacía tiempo para no tener que beberlo. Tal vez era más fácil decir que no me gustaba el café que solamente pretender.
Pero era vergonzoso: mi familia con la mejor empresa cafetera, con un hijo que detesta el café. No, gracias.
Ya era suficiente fracaso para mí.
—Nada, no pasa nada —mentí.
Sonreí mostrando toda mi dentadura y apretando mi mandíbula.
—Bien —continuó Daina, un poco dudosa—. Ahora estás de suerte, elige el pan que desees —señaló las charolas con el pan recién hecho.
Me resigné y le seguí el juego.
Mi instinto me hizo agarrar lo que más conocía, que eran las conchas. Luego Daina tomó un pan y me mostró cómo hacerlo. Parecía un niño pequeño al que le estaban enseñando a comer.
Suspiré y procedí a chopear, como ella dice, mi pan en el café.
Inmediatamente, cuando el pan aguado en esa agua sucia hizo contacto en mi boca, me di cuenta que fue lo más horrible que pude haber comido.
Sostuve mis ganas de vomitar. Esa era una aberración, porque todo sabía a lo amargo del café. Como pude, pasé saliva y lo que sea que era eso.
Daina soltó la carcajada de lo más divertida, para ella. Yo sufría internamente.
—No te gusto —se burló de mí.
—Si —volví a mentir, alejando esa aberración de mí.
—Tu cara me dice otra cosa. ¿Qué no te gusta?
Me quedé en silencio, imaginando que eso haría que no tuviéramos que hablarlo. Al pasar unos segundos, Daina seguía mirándome con su ceja arqueada, esperando mi respuesta.
—No me gusta el café —confesé, apenado.
—¿Y porque no me lo dijiste en cuanto te di la taza?
—No quería rechazarte. Creí que si te decía que no, te molestarías o, peor aún, te pondrías triste… y yo jamás quisiera ser la causa de tu tristeza.
Sus ojos cafés se iluminaron al encontrar los míos. No quería nada serio con ella, pero tampoco iba a ser la causa de su llanto. Al contrario, los días que pudiera pasar a su lado la intentaría hacer la más feliz.
La calidez de su mano se traspasó a mi cara. Me di cuenta que su mano me sujetaba la mejilla al mismo tiempo que hacía una pequeña caricia. Podía notar su cansancio, su pesar… y al mismo tiempo notaba una pequeña ilusión en sus ojos.
¿Será por mi? ¿Y si la beso?
Sus labios carnosos captaron mi atención: el lindo tono rosa con el que están tintados y sus redondas mejillas me llamaban a querer acaparar toda su cara, todo de ella.
¿Cómo es posible que, hace solo unos días, me negaba a aceptarla y hoy tengo una nueva necesidad?
Me aventuré. ¿Qué sería lo peor que podría pasar?.
Me acerqué en busca de un beso y Daina estaba más que dispuesta… o eso esperaba yo.
Su respiración se agitó; lo podía notar al sentir su pecho palpitar. Era por mí, Daina estaba nerviosa por mí.
Si la besaba corría el riesgo de que la ilusionara, o que me ilusionara. Pero si no lo hacía, iba a perder la oportunidad, y eso era algo que nunca me perdonaría.
Tardé más en ponerme nervioso que en decidir si la quería besar. Porque, efectivamente, moría de ganas por besarla. La decisión ya estaba tomada, ahora era momento de tomar acción.
Los segundos pasaban y yo tenía que tener mi beso. No había más opciones.
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Editado: 10.08.2025