Dulces suspiros

Capítulo 12. España contra México

Anne.

El pasado puede ser nuestro mayor enemigo, pues nos recuerda lo mucho que hemos perdido. Y se vuelve peor al recordar que fue por culpa de nuestras propias decisiones.

Al parecer, lo logró.

Carlos logró su sueño.

Los rosales blancos que adornan las esquinas de la pastelería le daban ese toque romántico. Recuerdo que solía darme un ramo de esas mismas flores en cada cita.

Madrid fue el lugar donde nuestro primer amor nació. En Roma procreamos a nuestras amada hija y, por desgracia, en Inglaterra fue donde todo acabó.

Mi decisión fue tomada: alejarme de Dayana desde que era una pequeña niña. Así no me recordaría, no sufriría lo que su madre sufrió. No tendría que lidiar conmigo, con mi mente y con mis problemas.

Hoy la veo a través de la ventana. Reconozco sus ojos cafés. Es idéntica a mí, lo cual me fascina, y me aterra que tenga mis pensamientos, mi miedo a no ser suficiente para el mundo y mi terror a ser amada por un hombre tan increíble como su padre.

Puedo imaginarla jugar por todo el local. Las paredes rosas claro de la pastelería, seguro, fueron idea de Carlos. Decía que el color rosa era su favorito solo porque era el mío. Ví arte en las paredes, cuadros hermosos de acuarelas. Eso era de ella: el lugar era ella, y aun así deslumbraba Dayana.

Deseé correr, entrar a la pastelería y decirle que su madre estaba allí; que nada ni nadie nos separaría nunca más y que estaríamos juntos para siempre. Acomodé mi gabardina y me recordé: “Es el momento de decir la verdad”.

Abrí la puerta como cualquier otra persona lo hubiera hecho, pero mi estómago dio mil vueltas y las ganas de vomitar provocaron un dolor en mi garganta. Mi propio cuerpo me impedía hablar. Frené cualquier excusa que mi mente me impuso para acercarme a mi hija.

Allí estaba mi niña, justo enfrente mío. ¿Por qué no se acerca a mí?¿Por qué no corre a abrazarme?. Como cuando era una niña pequeña, conservaba su cabello castaño igual que su padre, y mi broche favorito de mariposa adornaba sus rizos.

Lo tenía aún con ella. ¿Me recordaba?¿Sabría que ese broche le pertenecía a su madre? Un sentimiento de culpa volvió a detenerme; el ácido en mi interior se esparcía en mi garganta, dejándome un nudo en el estómago.

Mi niña me dio los buenos días y se dispuso a atenderme. Me acerqué al mostrador y respiré profundamente. Era el tiempo exacto en el cual lo haría: le diría que yo era su madre.

Era nuestro turno de ser felices juntas.

— ¡Daina! —una mujer la llamaba a gritos desde la cocina.

Mi estado de alerta se activó. Otra vez me detuve sin hablar frente a ella. ¿Quién era ella, entonces?¿Daina? Su nombre no era Daina. Era mi niña, mi bebé, mi hija Dayana.

— Voy, Susan. Estoy ocupada —me sonrió y, apenada por los gritos, se dirigió hacia mí —. ¿Dígame en que la puedo ayudar?

Mi mente solo pensaba una cosa: ¿por qué Carlos le cambiaría el nombre?

Se atrevió a borrar rastros de nuestra historia. Me desapareció de la vida de mi hija. Sus reclamos de no ser igual a mí se habían ido a la basura al hacer exactamente lo que yo hice: mentirle a nuestra hijo.

Mi mandíbula se tensó por completo y estuve apunto de golpear el mostrador. Ella esperaba pacientemente mi orden. Sin embargo, mi mente vagaba; se encontraba en aquel día cuando la perdí. Cuando tomé la decisión de decirle a Carlos que la trajera a México. Había elegido el amor de Dylan sobre el amor de mi hija. Él me otorgaría tranquilidad y terminó abandonándome como todos.

—Una galleta, por favor —mascullé, con un leve escalofrío recorriéndome el cuerpo.

Apreté más mi gabardina a mi cuerpo, deteniendo cualquier pensamiento intrusivo que nos pudiera dañar.

—¿Es española? —volví a escuchar su dulce voz.

— Sí.

—Muy lindo su acento —acomodó la galleta cuidadosamente en su empaque mientras pulía cada detalle.

— ¿Alguna vez has estado allá?

— No, no he tenido la suerte.

—Cuando desees, te esperamos allá —mentí, al no esperarla únicamente, ya tenía su viaje confirmado a mi lado.

Juntas conquistaríamos España y todo a su alrededor. Al fin conocería y tendría todo lo que siempre le perteneció.

Créeme, mi niña, estarás conmigo más pronto de lo que imaginas.

— Aquí tiene —extendió la galleta para que la tomara y volvió a sonreírme.

Era ver la sonrisa de Carlos: su calidez, su paz y su tranquilidad.

Su vida no era tan terrible como creía. Si ella estaba feliz todo el tiempo, no debía haber nada que le doliera, y si lo había, me encargaría de destruirlo con mis propias manos.

Nos despedimos y salí con la galleta en la linda caja azul. Al cerrar la puerta di una pequeña vuelta. Quería volverla a ver, a ella y a todo el lugar. Era mi forma de crear un recuerdo en mi mente antes de olvidarla.

Miré de pies a cabeza cada rincón. Al prestar atención, me di cuenta del espectacular que contenía el nombre de la pastelería.

El suspiro.

“El suspiro” resonó en mi mente. Los tonos azul celeste y rosa pálido me transportaron a los días a su lado: las paredes eran como las de nuestro viaje a la bahía; las sillas, parecidas a las del paseo por Italia; los relojes, como los de la despedida en Inglaterra; y los mandiles, como los de nuestro reencuentro en Francia.

”El suspiro que emana mi cuerpo no es más que los gritos de amor que salen de mi corazón”.

La frase que Carlos me dedicó la primera vez que horneamos juntos las galletas de chispas de chocolate.

Volví a mi centro al observar la galleta y caminé hacia la calle.

En el primer bote de basura deposité la caja azul, junto con los recuerdos y las culpas que quedaron al verla.




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