Daina
¿Cuándo será el día que nos toque a nosotros?
Pasando al lado de la campana de la victoria —la cual muchos han logrado hacer sonar como símbolo de su resiliencia y valentía, por su gran logro al vencer al cáncer —, papá se cuestionaba: ¿Cuándo será el día que nos pasen cosas buenas? Lo sabía porque yo me preguntaba lo mismo.
Éramos parte de todas aquellas personas, aunque fueron valientes, fuertes y resistieron todo lo que pudieron —también llamados valientes luchadores—, no habíamos logrado tocarla. Aunque solo uno tenía esperanza, era suficiente para ambos.
—Ya llegará el día en que hagas sonar tan fuerte como desees esa campaña. Ya es una victoria poder irnos a casa y que tú estés mejorando —le di un beso en la mejilla sin soltar su mano.
Apretó mi agarre, que estaba en su brazo, indicándome que me escuchaba.
Su cara ya no reflejaba esa ilusión de seguir adelante.
Pero debemos aprovechar cada segundo que teníamos. ¿Por qué? Porque ni él, ni yo, ni nadie somos eternos en esta vida. Somos efímeros como las flores, pero igual de especiales e importantes en la vida del otro.
Jason estaba esperándonos en la puerta del hospital.
—Es un gusto verlo listo para volver a casa —mencionaba nervioso mientras le extendía la mano para saludarlo.
—Nunca deseé estar tanto en mi casa —sonrió con esfuerzo mi padre y le devolvió el saludo.
Los tres nos dirigimos hacia el carro, el cual está muy cerca de la entrada.
—Ah, muchacho —dijo papá. Inmediatamente detuvo la puerta del carro y se quedó parado—. Por cierto, no me molesta que duermas en mi casa.
Jason volteó muy apenado conmigo, comenzando a tartamudear; su cara se puso roja y sus ojos se abrieron tanto que en cualquier momento se saldrían de su lugar. Yo solo pude reírme.
—Tranquilo, él sabe todo. No tienes por qué preocuparte —me aproxime a Jason para darle una palmada en el hombro.
Papá subió en la parte de atrás y yo me fui de copiloto.
En el transcurso a nuestro hogar, la plática era amena entre todos. Había asumido que iba a ser peor, y para mi sorpresa, no lo fue.
—Llevo intentando que su hija aprenda a manejar, y no quiere. Tal vez usted la convenza —comentó de la nada Jason.
No hagas esto ahora. Ni siquiera estábamos hablando de eso.
Lo fulmine con la mirada, la cual evidentemente no funcionó.
—Es una buena idea, hija. Además necesito quien me lleve a las visitas con el doctor.
— Es que me da miedo —solo pude decir, agachando mi cabeza.
—A mí también me daba y alguien me enseñó a ser valiente, ¿no? —abogó papá, intentando chantajearme.
Con mis propias palabras. A estos dos se les hace costumbre usar mis mismas frases contra mí. No sé si sentirme feliz porque me prestan atención o enojarme porque usen mis propias armas.
—Sí, la misma persona me enseñó lo mismo. También me enseñó a tomar cada reto de mi vida como una aventura —lo apoyó Jason.
Qué sabia esa mujer que les dio esas lecciones. ¿Quién fue? Claro: yo. Yo, mi propia amiga, y ni se diga mi enemiga.
—Está bien. Si no puedo a la primera, estoy fuera. —accedí, no tan segura.
—Perfecto, entonces iniciamos tus clases hoy.
Ese siempre fue su plan. Jason había planeado esto. Lo comprobaba al verlo muy alegre, con una risita de maldad al conseguir lo que quería.
—Sí, a unas calles de la casa hay un parque donde no pasan casi carros —ordenó papá.
—Sí, conocemos muy bien ese parque.
—Entonces, vamos Jason, yo quiero ver esto.
Jason asintió con la cabeza y se dirigió al lugar.
—¿Qué?¿Ahora?Papá, no me preparé mentalmente.
No podían hacerme esto. Debía haberme programado tanto mental como físicamente. No era tiempo de experimentar cosas que no estaban a mi alcance. Mil y un posibles escenarios se presentaban en cada segundo que yo pasaría detrás de un volante.
¿Y si chocaba?
¿Y si atropellaba a alguien?
¿Y si dañaba el carro?.
Limpié el sudor de mis manos en mi pantalón. Con suerte, no solo se iría mi sudor, también mi nervios y mi pánico a manejar. El viaje se hizo tan corto que ni tiempo tuve de imaginar cómo haría cada una de las acciones que tenía que realizar con el auto.
Al llegar, Susan nos esperaba sentada en la banca cerca de la calle. Gran suerte.
Todos bajaron del carro; me pasé al asiento del chofer. Mi peor pesadilla se volvió realidad. Solo éramos el volante y yo. Un miedo más, un miedo menos, No lo tendría que hacer complicado. Si tan solo supiera como se prende un auto, no estaría tan preocupada.
Bajé la ventanilla para prestar atención a la plática de esos tres cómplices. ¿Acaso conspiraban en mi contra? Eran mi familia o mis mayores enemigos.
—Apuesto 500 pesos a que no puede —dijo papá, seguro de sí mismo.
No pues gracias por el apoyo, papá.
—500 a que sí puede —lo contradijo Susan.
Al menos alguien confía en mí. Solo que yo no estaría tan segura, Susan. No lo hagas.
—¿De verdad, están apostando? —grité desde el auto, ciertamente un poco indignada.
—No —respondieron ambos a la par.
—¿Y tú, Jason?¿A qué le apuestas? —pregunté con cizaña. El chico se quedó callado al sentir la presión de todos sobre él—. ¿No creen que necesito alguien que me diga cómo manejar?
—Cierto —contestó Jason, evadiendo la apuesta y subiéndose al carro.
Papá y Susan nos observaban atentos; ambos tenían la mirada de un depredador bajo su presa. Sus intenciones solo eran ganar la tonta apuesta, y las mías eran sobrevivir a mí misma.
Jason y yo nos encontrábamos en el carro. Mis manos no dejaban de temblar y mi corazón quería huir de esta tontería.
—Tú puedes —enunció, Jason sentado en el asiento del copiloto dándome su apoyo. Tomó mi mano y la apretó levemente—. Solo confía en ti, como yo lo hago.
Afirmé con la cabeza, dando un gran suspiro de resignación y pude poner firmemente mis manos en el volante. Decidida y confiando en mí, así como él lo hacía. No había expectativas ajenas que cumplir; solo quedaban las mías. Esas que son las más traicioneras y complicadas a vencer.
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Editado: 18.11.2025