Jason.
El adiós nunca será fácil.
No, cuando sabes que será un adiós definitivo. Nos nos volveremos a ver, no tendré tu abrazo en las mañanas, tus quejas en la tarde, no podré criticar tus combinaciones raras de comidas y no volveré a comer una galleta más en mi vida.
Te lo prometo, mi amor.
No te tendré nunca más en mis brazos y ni siquiera fue mi decisión. Nada de esto dependía de mí y fue mi culpa, porque te dejé sola. La vida es tan injusta con las mejores personas; la vida es una mierda y yo no puedo cambiarla.
El lugar de los lamentos se convirtió en el espacio en el que te visitaría todos los días.
El cementerio de la ciudad, cubierto por una ligera lluvia, era la representación de las lágrimas que no podía dejar escapar de mis ojos. No podía llorar, porque a Daina no le gustaría ser la causa de mi tristeza.
¿Dónde quedó nuestra promesa de siempre juntos? ¿Dónde, Daina?.... Maldita sea respóndeme, vuelve.
Todo a mi alrededor era de color azul, y el cielo no ayudaba con la melancolia. Que lugar tan pacifico y tranquilo. El césped estaba más verde que nunca, las flores lucían hermosas y radiantes; en algunas tumbas habían flores marchitas, como si no las visitarán muy a menudo.
El estar aquí seguía jugando en mi contra. Removía mis emociones y con el paso de los segundos iba perdiendo la batalla de no llorar.
Observaba cada parte, pues tenía que evadir cada sensación. Revivía cada momento a su lado. Me daba pánico olvidarla: su olor, sus caricias, su suavidad, sus risas e inclusive sus lágrimas. Esas que siempre secaba, y me recordaban lo humana que ella era. Eso era algo gratificante porque todo de ella era perfecta, era hermoso y era especial.
Sentía paz, tristeza, miedo e incluso enojo por algunas almas. Nunca será fácil ver la cara de los familiares al perder a alguien. Todos deseábamos y esperábamos que todas las almas encontrarán la paz que necesitaban, que ya no sufrieran más, pero nadie lo sabía. Nadie te lo aseguraba, y eso era un enojo que se añadía a mi lista.
Los rosales fueron nuestros mejores amigos y nuestros mayores consejeros. Guardaron muchos de nuestros secretos y revivieron nuestros amores.
Al lado de un rosal de color blanco vívido, cuyas espinas verdes relucian, estaba la caja con lo que se suponía era mi Daina. A su lado estaba el señor Carlos, su padre, con una maceta en los brazos, un rosal rojo sangre, Susan estaba acompañándolo con una bolsita de papel con semillas de diversas plantas.
Yo los miraba a los lejos con vergüenza, desesperación y decepción.
¿Tanto le costaba quedarse aquí a mi lado?
¿Fue tan egoísta que me dejó solo sin ella?
¿Me dejó, Daina me dejó?.
Apretaba con todas mis fuerzas la maceta que cargaba en mis brazos; la tenía cerca de mi corazón. Allí permanecía mi Daina, y mi corazón le pertenece.
Parecía que el señor Carlos y yo nos habíamos puesto de acuerdo para traer el rosal rojo. Sin embargo, la realidad era otra. El rosal rojo era su favorito, al igual que la poesía.
Por ello me atreví a escribirle mi adiós. Así como ella decía, escribo para sacar las emociones de mi sistema. Yo le escribí porque un adiós verdadero de mi boca nunca saldría.
“Podrán cortar todas las flores, pero nunca podrán detener la primavera”. —Pablo Neruda.
Mi amor quedará plantado y sellado, en cada una de estas flores, en cada una de estas rosas y en cada una de estas semillas, para que mi cariño, mi amor, mis palabras y mis besos —que fueron enterrados contigo— siempre estén cercas de ti. Nuestras almas se conectaron desde aquel primer encuentro y quedarán unidas hasta el final de los tiempos.
Con amor que desde un inicio siempre fue amor, Jason.
La caja estaba cerrada. ¿Por qué estaba cerrada?¿Por qué no la podía ver?¿Cómo me despediría de ella sin ver su rostro?.
Me armé de valor, nuevamente oculte mis lagrimas y fui directo con Susan y Carlos.
—A ella no le gusta estar encerrada —enuncié con mis palabras entrecortadas—. A ella le gusta ver el cielo. ¡Abran su caja!¡Déjenla que se despida del cielo!... que se despida de mí.
Suplicaba y suplicaba, pero nadie me tomaba en serio. Las lágrimas fueron inevitables; ya no las podía contener, el nudo en mi garganta hacía más fuerte el dolor de mi pecho.
Me rendí. Aquí estaba, de rodillas, abrazado a una maceta. Una maceta. Yo debía estar en casa abrazado de Daina, cocinando y horneando. Siendo felices.
Mamá se acercó, tomó mi hombro y susurraba cosas. Papá me veía con desprecio y vergüenza. Estaba haciendo un espectáculo.
—Hijo, hijo, no. Nos recomendaron que no abriéramos la caja —me explicaba Dylan.
Solo que no podía responder; el maldito llanto no me dejaba. Solo nublaba mi vista, mi razón e inundaba todo de mí. Ojalá inundara todo el maldito espacio, ojalá me llevara con ella, a su lado.
—Ma —sollocé mientras la miraba—. A ella no le gusta estar a oscuras, se va a asustar. Por favor, abran la caja.
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Editado: 18.11.2025