La primera vez que escuchamos el zumbido, pensamos que era el viento aprendiendo a cantar. No era la brisa salada que trepaba las colinas desde el Caribe ni el silbido que traían los morichales cuando el sol caía. Este sonido era distinto, una vibración grave que nacía de la tierra misma, trepaba por la piel como un escalofrío largo y se anidaba en el centro del pecho.
En nuestra pequeña comunidad, encajada entre el azul eterno del mar y el verde áspero de la montaña, lejos de la histeria de Cumaná o de las motos de Carúpano, el viento era un viejo conocido. Sabíamos cuándo traía lluvia o cuándo anunciaba fiesta en el alma. Pero ese día de junio, el viento llegó cambiado. Ya no era un amigo: traía una promesa. Una advertencia.
Las casas de bahareque y caña, con techos de zinc corroído por la brisa marina, se aferraban a la tierra como lapas a la roca. Nuestro pueblo no tenía nombre oficial. Lo llamábamos simplemente El Refugio. Apenas treinta y cinco familias que habían elegido la paz sobre el ruido, lo simple sobre lo digital. Vivíamos del mar y de los huertos, del canto de los gallos y del chisme en la bodega. El sol era nuestro reloj y la luna, farol de madrugada. Los niños corrían descalzos entre los mangos y los samanes, y los viejos se sentaban bajo las matas de tamarindo a contar historias de barcos fantasmas y luces en el cielo.
Yo era Haruto. Nací aquí, pero siempre sentí que algo en mí venía de otro lado. Vivía en una choza apartada, en la colina que mira hacia el oeste, donde la luz del atardecer se colaba entre las rendijas de caña y dejaba dibujos en el suelo de tierra apisonada. Pasaba horas con la mirada perdida, o trazando líneas sobre un papel viejo y amarillento. No era un mapa, no exactamente. Era una carta celeste, heredada de mi bisabuelo japonés, marinero de otra época. Tenía constelaciones dibujadas a mano y garabatos en una lengua que nadie del pueblo entendía. Menos yo. Yo los sentía.
Mientras otros lanzaban sus redes de pesca o revisaban conucos, yo subía al cerro con mi cuaderno y me quedaba observando. Me gustaba mirar cómo el sol se deshacía en el agua, cómo las nubes cambiaban de forma, cómo a veces el cielo parecía escribir algo. "Haruto vive en las nubes", decía la vieja Elara con media sonrisa y un suspiro resignado.
-Algún día -me dijo una tarde, cuando le llevé leña seca- el cielo te va a responder. Pero no como tú esperas.
-¿Y cómo se espera una respuesta del cielo, Elara? -le pregunté, curioso.
Ella se rió, esa risa que le sacudía los hombros y sonaba a caña seca.
-Con los pies bien puestos en la tierra, mijo. Si no, te lleva el viento.
El zumbido regresó esa misma noche.
Primero fue un rasguño en el aire. Solté el lápiz. La brisa se volvió espesa, casi eléctrica. El sol, que aún bañaba los techos, perdió fuerza, como si lo cubriera un velo invisible. El canto de los pájaros se cortó de golpe. El zumbido era ahora tan intenso que hacía vibrar los vasos sobre la mesa. Afuera, el perro de Pastor gruñía hacia el cielo, el lomo erizado. Los gatos, todos, se ocultaron. Y el silencio... fue total. No una calma natural, sino un hueco. Una ausencia que dolía.
El cielo se transformó. No era una nube, ni tormenta. Era algo más. Una figura geométrica que no brillaba: borraba. Como un agujero negro en el lienzo azul. Las sombras de los árboles se estiraban de forma imposible, como si la realidad se doblara. Salí corriendo, descalzo. La plaza estaba llena. Gritos. Gente señalando. Elara de rodillas, murmurando oraciones en voz baja. Pastor intentando calmar a los niños, aunque su voz temblaba.
Yo no gritaba. Yo miraba.
Sentí una calma que no entendía. No miedo. No asombro. Algo más profundo. Como si por fin el cielo me estuviera hablando.
Entonces sucedió.
Todos los radios del pueblo -incluso el de la bodega, que llevaba tres años sin pilas- se encendieron a la vez. El reloj viejo de Pastor, parado desde el velorio de su esposa, comenzó a marcar la hora exacta.
Y de todos ellos emergió una misma voz, clara, sin género, sin edad. Inhumana, pero cercana:
"Venimos de lo que será. Traemos lo que perdieron. Prepárense."
Luego, el silencio absoluto.
No solo callaron las cosas. Calló el mundo. Como si Dios mismo contuviera el aliento.
Y entonces lo vi. Algo se desprendió de la figura mayor en el cielo. Cayó lentamente, sin estruendo ni humo, hacia los manglares del Norte. Corrí. Los pies golpeando la tierra caliente, el corazón martillando mi pecho. Llegué justo cuando la esfera se detenía, suspendida a un metro del suelo. Del tamaño de una naranja, negra como el carbón mojado, sin luz, sin costuras.
La toqué.
Era suave como terciopelo, dura como piedra antigua. Pulsaba... con un ritmo parecido al mío.
Y el mundo se detuvo.
El cielo parpadeó. Vi un destello rojo. Un rostro. Unos ojos que me conocían. Una sensación de caída sin movimiento. Escuché la voz de mi abuela, ya muerta hace años, susurrando:
-A veces, Haruto, el futuro se esconde en lo que olvidamos mirar.
Y entonces todo regresó. Las voces, el mar, los gritos. El zumbido seguía, pero más lejos. Las figuras en el cielo se deshicieron como humo empujado por la brisa.
Miré mis manos. Aún sostenían la esfera. Vibraba suavemente.
Y supe, sin saber cómo, que nada volvería a ser igual.