Ecos del tiempo

Capitulo 2

Sus ojos color miel se abren lentamente acostumbrandose a la poca luz del lugar donde se encuentra. A lo lejos, una melodía lenta y refinada suena desde lo que parece ser un violín.

Mira a su alrededor y nota que está tirado en el suelo, con su ropa y pelo desordenado y que la habitación en la que se encuentra parece sacada de un cuento de fantasía antigua:

Las paredes están cubiertas con papel tapiz en tonos oscuros —verde bosque y azul marino— con patrones damascos. La madera domina el espacio: el suelo es de parqué pulido, cubierto en parte por alfombras orientales gruesas y ricas en colores.

Una gran cama con dosel ocupa el centro, con columnas de madera tallada y pesadas cortinas de terciopelo que pueden correrse para mayor privacidad. La ropa de cama es de lino grueso, en colores neutros, con mantas de lana.

Contra una pared se encuentra un escritorio de nogal, pulido hasta brillar, con tinteros, plumas de escribir, papeles ordenados meticulosamente y un reloj de bolsillo apoyado como decoración. Encima, una estantería con libros encuadernados en cuero, títulos de filosofía, historia, ciencia y literatura clásica. Aunque, entre ellos, se esconde una novela prohibida y algunas cartas guardadas.

Hay un perchero de pie donde cuelga un abrigo largo y un sombrero de copa, y junto a la chimenea de hierro fundido —con brasas crepitando suavemente—, una butaca de cuero gastado, con una pequeña mesa lateral que sostiene una pipa y un periódico doblado.

Iluminan el ambiente lámparas de aceite o candelabros con velas, proyectando sombras suaves que dan un aire íntimo y melancólico. Un espejo de cuerpo entero, con marco dorado, refleja la figura de él mientras se arregla la vestimenta que lleva puesta y se peina.

El ambiente huele a madera envejecida, a humo de chimenea, a cuero y a un leve perfume especiado, discreto pero persistente.

Queda encantado con el lugar y mira todo con asombro y curiosidad. La música sigue sonando lejana fuera de la habitación y Nathaniel piensa en ir hacia aquel lugar.

Pero antes de salir, camina rapidamente hacia el armario ubicado en una esquina de la habitación y lo abre, encontrando allí algunos atuendos que le daban vibra a la era antigua.

Tal como si fuera un juego, se cambia la ropa con rapidez Se pone unos zapantos qu encontró ahí también y sale de la habitación rumbo a donde se escucha la musica.

**

El salón resplandecía con la luz cálida de los candelabros, reflejada en los espejos dorados que multiplicaban la opulencia del lugar. La música flotaba en el aire, entrelazándose con las risas suaves y los murmullos de los invitados que, tras sus máscaras, ocultaban identidades y secretos.

Catherine Ravensdale observaba la escena desde su rincón habitual, su copa de vino en una mano y la otra descansando con gracia sobre su cintura. Su máscara, de encaje rojo y bordes color vino, apenas ocultaba la intensidad de su mirada. Escudriñaba la multitud con la precisión de alguien que disfrutaba más observando que participando, hasta que sus ojos se posaron en él.

Era un hombre joven, de porte distinguido pero visiblemente fuera de lugar. Su atuendo era impecable, aunque algo desajustado, como si se lo hubiera puesto a toda prisa. Sin embargo, lo que más lo delataba no era su ropa, sino su expresión: una mezcla de desconcierto y fascinación. Parecía maravillado por detalles que cualquier invitado pasaría por alto, como el brillo de los candelabros o el eco de la música en las paredes altas. Y lo más peculiar de todo: no llevaba máscara.

Intrigada, Catherine siguió cada uno de sus movimientos. Lo vio tensarse cuando alguien le dirigía la palabra, responder con frases breves y a veces torpes. Parecía esforzarse por encajar, pero había algo en su forma de hablar, en sus modales, que lo traicionaba. No pertenecía a ese lugar.

Cuando Lord Pembroke, un aristócrata conocido por su insaciable curiosidad, pareció interesarse demasiado en él, Catherine supo que debía intervenir. Con pasos elegantes, se deslizó entre los invitados hasta llegar a su lado.

—¿Permitiría concederme este baile? —preguntó suavemente, extendiendo su mano enguantada.

El desconocido alzó la vista, visiblemente sorprendido. Por un momento, Catherine temió que la rechazara. Pero entonces, con una pequeña vacilación, tomó su mano y dejó que ella lo guiara hasta el centro del salón.

La música cambió a un compás más lento, envolviéndolos en una burbuja de melodía y misterio.

—No lleva máscara —murmuró Catherine mientras giraban suavemente.

—No sabía que era obligatorio —respondió él, con un acento ligeramente diferente al de los demás.

—No lo es. Pero lo hace único… y sospechoso.

Una sonrisa fugaz cruzó los labios de él, como si encontrara cierta diversión en sus palabras. Catherine lo estudió más de cerca: su mandíbula marcada, sus ojos claros y a la vez profundos, la forma en que contenía la tensión en los hombros, como si estuviera preparándose para algo inesperado.

—¿Quién es usted? —preguntó en voz baja, más para sí misma que para él.

Él tardó en responder, como si aún no supiera cómo contestar esa pregunta.

—Nathaniel —dijo finalmente. Y luego, con un atisbo de incertidumbre en su mirada—: Nathaniel Blackwood.

Catherine sintió un escalofrío recorrer su espalda. No por su nombre, sino por la sensación extraña de que, aunque lo acababa de conocer, algo en él le resultaba inquietantemente familiar.




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