El sol de la tarde se colaba tímidamente entre las nubes, teñido de un dorado suave que parecía eterno. Nathaniel caminaba por el sendero de piedras mientras seguía a Catherine, que avanzaba con paso firme entre los arbustos altos y ligeramente descuidados del jardín este. Había algo en su andar, en su silencio, que lo hizo contener la respiración.
—No traigo a nadie aquí —dijo ella de repente, sin girarse.
—¿Por qué a mí sí?
Catherine se detuvo frente a un arco cubierto de enredaderas marchitas. Se giró lentamente y lo miró.
—Porque cuando te miro… siento que ya estuviste aquí antes.
Nathaniel no supo qué responder. Solo la siguió cuando atravesó el arco. Del otro lado, se abría un rincón oculto del jardín. Estatuas cubiertas de musgo, una fuente sin agua, y flores silvestres creciendo donde antes todo había sido orden. Pero el encanto seguía vivo, atrapado entre las ruinas.
—Solía venir con mi madre —dijo ella, sentándose en un banco de mármol—. Me decía que este era un lugar donde el tiempo se detenía.
Nathaniel se sentó a su lado.
—Tiene razón. Acá todo parece… intacto. Como si nada pudiera envejecer.
Catherine sonrió, pero fue una sonrisa triste.
—Tal vez por eso sigo viniendo. Hay días en los que me gustaría que el tiempo se detuviera. Como ahora.
El silencio entre ellos no era incómodo. Era cálido, lleno de palabras que no necesitaban decirse. Nathaniel la observó en silencio: el modo en que el viento jugaba con su cabello, cómo la luz acariciaba su piel, cómo sus ojos estaban puestos en algo que él no podía ver.
—Catherine… —murmuró él—. Yo no entiendo mucho de este lugar. Ni de cómo llegué. Pero sí sé que… desde que te vi, siento que pertenezco acá. Que te pertenezco, de algún modo.
Ella giró el rostro, sorprendida por la sinceridad de sus palabras.
—No digas eso si no estás dispuesto a quedarte.
—¿Y si ya lo decidí?
Ella bajó la mirada, tocando con la punta de los dedos una flor que crecía a sus pies.
—Te vas a romper, Nathaniel. Este lugar no es lo que parece.
Nathaniel tomó su mano con suavidad.
—No me importa. Si este lugar va a romperme, que lo haga contigo a mi lado.
Por un instante, Catherine cerró los ojos. El jardín pareció suspenderse en ese suspiro. Y cuando volvió a abrirlos, lo besó. Fue un beso lento, melancólico, como si supieran que el tiempo les estaba prestando ese momento. Como si el mundo esperara su señal para empezar a girar de nuevo.
Y entre las flores olvidadas, el amor floreció por primera vez.
**
El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. Nathaniel y Catherine seguían sentados en el banco de mármol, inmersos en una calma que parecía desafiar las leyes del tiempo. Pero algo extraño sucedió en ese momento.
Nathaniel notó un destello metálico sobre la piedra, casi invisible entre las sombras al borde del banco. Se inclinó hacia adelante, su mirada fija en un objeto pequeño y desgastado que reposaba en el suelo: un reloj de bolsillo.
El reloj parecía antiguo, su tapa plateada reflejaba la luz tenue del atardecer, y una ligera inscripción grabada en su superficie apenas era visible: "A.S.".
—¿De quién es esto? —preguntó Nathaniel, recogiendo el reloj con delicadeza.
Catherine se tensó luego de pararse y ver el objeto, haciendo que automáticamente su rostro pierda la calidez que había tenido momentos antes.
—Déjalo, Nathaniel —dijo en voz baja, casi en un susurro.
Pero Nathaniel ya lo sostenía entre sus dedos. Abrió con cuidado la tapa del reloj. Las manecillas giraban con una precisión inquietante, marcando las horas con una velocidad anómala. A medida que observaba, un peso se instalaba en su pecho.
—Está… acelerado —murmuró, su voz cargada de incredulidad—. Como si no estuviera hecho para este tiempo.
Catherine se levantó abruptamente, casi como si el reloj mismo fuera una amenaza tangible.
—Por favor, Nathaniel. Déjalo. No deberías haberlo tocado.
El sonido de las manecillas chocando en su interior parecía resonar en el aire como una advertencia, y Nathaniel, alzó la vista, buscando alguna explicación en los ojos de Catherine. Pero ella había dado un paso atrás, su rostro pálido como si alguna sombra hubiera cruzado su ser.
—No hay tiempo para que entiendas. Ya no… —dijo ella, con la voz rota.
Nathaniel cerró el reloj con rapidez, su mente en guerra con las palabras no dichas. ¿Por qué algo tan sencillo como un reloj podía hacerla reaccionar de esa manera?
Mientras lo guardaba en su bolsillo, una sombra cruzó el jardín, desvaneciéndose al instante, como si el tiempo mismo estuviera jugando con ellos.