Nathaniel se encontraba nuevamente en los pasillos de la mansión Ravensdale, una mansión que ya no le parecía tan ajena, pero que, al mismo tiempo, nunca dejaría de sentirse distante. Catherine lo había invitado a pasar el día con ella, y aunque su mente seguía atrapada entre las páginas del libro de Ambrose, algo en su interior sabía que necesitaba hablar. Hablar con ella.
Cuando entró en el salón, la vio sentada cerca de la ventana, observando el jardín con una expresión pensativa. La luz del sol caía sobre su rostro, resaltando la suavidad de sus rasgos, esa belleza que parecía de otro tiempo, pero que ahora, en este momento, la hacía más real para él que nunca.
– Catherine… –dijo, su voz más baja de lo que pretendía. Se acercó, y ella levantó la mirada, sus ojos marrones brillando con esa curiosidad que tanto lo desarmaba.
– Nathaniel, ¿todo bien? –preguntó ella, notando la seriedad en su tono.
Él dudó por un momento. No quería preocuparla más por lo que le había contado antes, pero sabía que ella era lo suficientemente fuerte para soportar la verdad, aunque no sabía cómo reaccionaría ahora ante lo que habia descubierto.
– Encontré algo en la biblioteca… –comenzó, su voz vacilante.– Un libro. Era de Ambrose Sinclair.
Su rostro palideció por un instante al mencionar el nombre del hombre que, aunque no entendía cómo, aparecía en todos lados. Pero no fue el miedo lo que lo impulsó a seguir, sino la necesidad de compartir con ella lo que había descubierto.
– Habla sobre el tiempo… y sobre las brechas en él, cosas que no puedo explicar. Es como si hubiera algo en este lugar que desafía las leyes que entendemos.– Nathaniel pasó la mano por su rostro, sintiendo el peso de lo que acababa de decir.
Catherine lo miraba en silencio, procesando sus palabras. Después de un largo momento, sus labios se curvaron en una sonrisa que, a pesar de su suavidad, dejó claro que ella ya intuía algo más.
–Nathaniel… ¿qué crees que esto significa? –preguntó, su tono un poco más bajo, casi como si estuviera temiendo la respuesta.
Él la miró fijamente, y fue entonces cuando todo pareció volverse claro, aunque aterrador. Sabía lo que sentía por ella, pero no quería admitirlo en voz alta. Había algo que lo contenía, algo en el aire, en la misma naturaleza de su conexión que le decía que lo que entre ellos empezaba a surgir era… prohibido.
– No sé cómo explicarlo, Catherine, –dijo, su voz casi quebrada.– Pero siento que no pertenezco aquí. No sé si debo estar aquí. Y, aún así… –sus palabras se desvanecieron, su mirada fija en ella. La distancia que siempre había existido entre ellos ahora parecía un abismo, uno creado por el mismo tiempo que los separaba.
Catherine lo observó en silencio, sus propios sentimientos reflejados en su rostro. Había algo en su pecho que también la hacía temer lo que estaba empezando a sentir por él. Algo que sabía que no debía ser, pero que, a pesar de todo, no podía evitar.
–Nos estamos perdiendo, Nathaniel, –susurró.– ¿No lo sientes? Estamos atrapados entre dos mundos, dos tiempos. Y lo que está naciendo entre nosotros… no está permitido.
Las palabras flotaron en el aire, pesadas con la verdad que ninguno de los dos quería enfrentar. Pero, aún así, el anhelo de lo prohibido crecía entre ellos. Un amor que no podía existir, pero que parecía destinado a suceder de todos modos.