Última página del diario de Catherine Ravensdale
7 de noviembre de 1871
La lluvia volvió hoy. Esa misma lluvia suave que lo trajo a mí, como si el cielo hubiera querido pintar aquel recuerdo con agua. El jardín está cubierto de sombras mojadas, y todo parece guardar silencio... como si la casa supiera que falta algo. O alguien.
Nathaniel.
Todavía me resulta extraño volver a escribir ese nombre. Me prometí no hacerlo aquí, pero hoy no puedo evitarlo. Me duele contenerlo. Me duele más pretender que no existió.
Él se fue. Así de simple. Así de injusto. Sin una despedida, sin una promesa. Sólo quedó el vacío. Y su recuerdo, vibrando en cada rincón, en cada taza de té servida para dos que ahora sólo humea frente a mí.
Siento que el tiempo se rompió. Que él fue un suspiro fugaz en una vida que no estaba preparada para amar de ese modo. A veces creo que fue un sueño. Pero luego cierro los ojos, y lo veo: su sonrisa abrasadora, sus manos cálidas, su voz distinta, como si hubiera sido tallada en otro siglo.
Hoy llueve como aquella vez. Y aunque intento convencerme de que no significa nada, no puedo evitar buscar su sombra entre los árboles. No puedo evitar sentir que cada gota lo nombra.
Entre las páginas de este diario, escondí una amapola. Se la vi una vez, mientras caminábamos por el jardín, tan roja y tan fugaz como los momentos que compartimos. La amapola simboliza lo que queda cuando el amor se desvanece: el olvido y el recuerdo entrelazados. Tal vez yo también me convierta en amapola: olvidada, pero nunca del todo perdida.
Si algún día regresa… si alguna vez vuelve a leer estas páginas… quiero que sepa que no lo soñé. Que lo amé con cada rincón de mi alma, aunque el tiempo no nos haya pertenecido.
Y que, donde sea que esté, una parte de él sigue viviendo en mí.
— Catherine