El amor en tiempos de cuarentena

Otoño

Bajo sus pisadas, las hojas de los árboles de la plaza crujían, acompañadas del tic, tic, tic, tic, de la bicicleta de Bruno, que ahora llevaba a su costado, tomada con ambas manos por el manubrio. En la plaza había gente, pero como otra de las cosas que se habían perdido con la pandemia, ya no estaba llena de la forma que antes naturalmente sucedía. Tanto las máquinas de ejercicio como los juegos estaban vacíos, olvidados. Pero, al final, hasta eso tenía sentido, ¿quién los tocaría con un virus merodeando por allí?

Al menos, aún contaba con sus visitantes habituales. En las zonas de pasto y de cemento, parejas jóvenes enseñaban a sus hijos a andar en patines o bicicletas con rueditas. Por las veredas que rodeaban la plaza, había gente haciendo running o paseando al perro; y, ocasionalmente, en los banquitos de madera, se encontraba algún adolescente que, como Fran y Bruno, solo contaba con la plaza para encontrarse con alguien querido, cada tanto.

Buscaron un lugar sin decir mucho, sentándose con cuidado de no tocar los banquitos con las manos, y quedando frente a frente. Por más que estaban alejados del lugar más concurrido, Bruno no podía evitar sentirse observado, como si todas las personas en la plaza tuvieran la oreja parada para escuchar y juzgar lo que sea que tuviera para decir.

Ahora que lo pensaba, realmente no sabía qué decir. La conversación no había fluido naturalmente, de esa forma rápida y automática que solía ver en las películas, donde un personaje recién conocía a otro y, de repente, comenzaba otra escena en el futuro, donde ya se llevaban bien y tenían la dinámica de sus conversaciones aceitadas como si fueran amigos de toda la vida.

Bruno suspiró. La vida era más sencilla en las películas.

—¿No tenés amigos?—fue lo primero que escuchó salir de la boca de su acompañante. Una pregunta extraña para alguien que acababa de conocer, pero Bruno no era nadie para juzgar.—Digo, obvio que tenés amigos, qué boludo; quise decir si tenías amigos por acá.

Y claro que justo había tocado el tema que él había querido evadir a toda costa.

—Eh… no, bueno, tenía uno, pero…

Bruno se mordió el interior del labio.

—¿Se mudó?

—No—respondió finalmente, esperando que fuese claro que no tenía ganas de hablar más de aquello.

Fran subió ambas cejas, pero no lo cuestionó más. Por suerte.

—Yo no tengo. O sea, tengo amigos, pero no viven por acá. La mayoría vive cerca del colegio, o por ahí, cerca—explicó—Por eso supuse que sería buena idea… no sé, ¿hablar un poco?

Bruno se encogió de hombros.

—Mi mejor amiga vive medio lejos también, así que supongo que entiendo.

—Es medio loco conocer gente así, ¿no?—siguió Fran, como si quisiera llenar el silencio que se formaba ni bien Bruno cerraba la boca—Tipo, ni siquiera nos podemos ver las caras.

Lentamente (o no tan lentamente), la conversación estaba empezando a parecerse mucho al small talk que Bruno aborrecía completamente, y que a veces escuchaba a su madre forzar en reuniones por videollamada con sus amigas (“Yo estoy full en modo cuarentena,” “Es como que uno se olvida cómo era la vida antes, yo veo fotos y videos de reuniones del año pasado y me empieza a dar, tipo, claustrofobia de lo juntos que estamos todos,” “Yo siempre le digo a los chicos que prendan las cámaras en las clases, si no es como que dejan de verse con sus compañeritos, re triste” “Ahora es como que ya no sé cómo saludar a la gente, viste, si les das un beso en el cachete o saludás con el codo, ja, ja, ja,” y otra sarta de comentarios intolerables).

—Las caras, nos las vimos ochenta veces en el colegio.

Aunque internamente se retorció por la amargura de su comentario, supuso que era lo necesario para que la charla no se volviera tan tediosa.

—No, sí, ya sé, pero una cosa es ver a alguien al pasar y otra cosa es ponerte a hablar con alguien en serio—Fran empezó a juguetear con las mangas de su campera mientras hablaba—Tipo, no en serio como con seriedad, pero, prestando atención, ¿no?

Bruno hizo un ‘Hm,’ desde la garganta y sacó su celular, abriendo la aplicación de Instagram.

—¿Cuál es tu arroba?

—¿Eh?

—Digo, si querés que nos veamos las caras…—explicó, mostrando el buscador de la aplicación.

—Pero nunca subo fotos a Instagram.

Bruno suspiró. La verdad era que él tampoco subía nada.

—Bueno, de última—empezó Fran, encogiéndose de hombros—me saco esto por un segundo…

Antes de que pudiera ser contradicho, Fran tiró de una de las tiritas del barbijo para que quedase colgando de una sola oreja, al mismo tiempo que un viento frío sopló contra el delgado cuerpo de Bruno. Brevemente, tuvo escalofríos. Sentirse así era una estupidez, porque no había mentido cuando había mencionado que se habían visto las caras ochenta veces, pero las palabras de Fran también habían sido ciertas. Después de todo, sólo se había dado cuenta ese día de los ojos azules que resaltaban sobre la piel oscura del chico, en su cara redonda donde se asomaba una torpe sonrisa, como si no quisiera salir naturalmente, con hoyuelos a sus costados.




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