El Amor llega con un toque de glaceado

CAPÍTULO 1: Pastelazo

Dayana estaba feliz. Tenía una relación perfecta… según ella. Hoy iba a sorprender a su novio; había hablado con su padre para ponerlo a cargo como representante de la nueva asociación entre la empresa familiar y TechNova. Para la ocasión, había comprado un pastel.

Pero al llegar a la entrada de la empresa, su mundo se derrumbó.

Kevin, su novio, estaba besándose con otra mujer.

El corazón de Dayana dio un vuelco. Sin pensar demasiado, levantó el pequeño pastel que había traído para sorprenderlo.

—¡Toma esto, maldito infiel! —gritó, lanzándolo con toda la fuerza de su indignación.

Kevin giró, empujó a la mujer y se agachó, intentando esquivar el proyectil. Pero la trayectoria estaba fuera de control. Un hombre alto, quizá de un metro noventa y vestido impecablemente, apareció justo en el camino… y recibió el pastelazo completo.

El destino, en su infinita ironía, había elegido a Samuel, el jefe elegante y temido de toda la empresa. Perfecto, serio, intocable… ahora cubierto de glaseado y bizcocho, con el cabello despeinado y el traje arruinado.

Dayana se quedó paralizada.

—Oh… Dios —murmuró, deseando desaparecer en el suelo—. No… no… no…

Samuel parpadeó lentamente, se lamió con calma un poco de glaseado de la comisura de sus labios y murmuró con voz grave:

—¿Pero qué… broma es esta?

—¡No! No, no… —soltó Dayana, retrocediendo como si la gravedad la hubiera abandonado—. Yo… bueno… él… no, no era para usted… ¡es que todo salió mal!

Kevin se escondió detrás de un escritorio, mientras la mujer que lo había besado lo miraba con incredulidad. Dayana apenas podía respirar. Su plan de sorpresa se había convertido en un desastre épico.

—¿Tú… lanzaste esto? —preguntó, señalando el pastel con el dedo índice impecable.

—S-sí… pero… yo… —tartamudeó Dayana, sintiendo cómo la sangre le subía a la cara—. No era… él… yo… no estaba dirigido hacia usted se lo aseguro no fue mi intención —intento explicar.

Samuel arqueó una ceja, cruzando los brazos. Su mirada, intensa y fría, la hacía sentir como si estuviera a punto de ser juzgada… y quizás condenada.

Kevin, al ver la escena, abrió los ojos como platos. Sabía quién era el hombre embarrado de glaseado y lo que aquello podía significar. Sin pensarlo dos veces, salió corriendo hacia las escaleras de emergencia como un cobarde.

—¡Kevin! —gritó Dayana, sin creer lo que veía. Pero él ya había desaparecido.

Samuel la observaba en silencio, sus ojos clavados en ella. No parecía alterado, ni gritaba, pero su quietud imponía más miedo que cualquier furia.

Dayana, en pánico, sacó un pañuelo del bolso.

—Yo… lo siento muchísimo, de verdad… no era para usted… se lo juro… —balbuceaba mientras intentaba limpiar torpemente el saco manchado.

El problema era que cada movimiento solo extendía el desastre. El glaseado se esparcía como pintura fresca, manchando aún más la tela cara.

—¡Ay, no! ¡Esto no se quita! —gimió, frotando con desesperación.

Samuel la miraba en silencio, sin moverse, como si estuviera esperando a que ella terminara de hundirse sola.

Cuando Dayana, nerviosa, levantó la mano hacia su camisa para limpiarle la comisura de los labios, Samuel le atrapó la muñeca en un gesto rápido y firme.

—Basta —ordenó con voz grave.

Dayana se quedó helada, pero antes de poder reaccionar, él llevó su mano manchada de glaseado contra su propio pecho, pegándosela al traje embadurnado.

Ella abrió los ojos como platos.

—¡¿Qué hace?! —soltó un gritito ahogado, intentando liberar la mano, pero Samuel no la soltaba.

—Si tanto quieres ayudar a ensuciar —murmuró con calma—, al menos no lo hagas sola.

Dayana bajó la mirada y descubrió que ahora su blusa blanca tenía una gran mancha de crema rosa.

—¡Nooo! —chilló, apartándose de golpe—. ¡Esto era mi blusa favorita!

Samuel alzó una ceja, sin inmutarse.

—Ahora estamos a mano —dijo con frialdad, soltando por fin su muñeca.

Dayana, boquiabierta, lo miraba sin saber si reír, llorar o buscar un agujero donde esconderse. Lo único claro era que, desde ese instante, la situación había pasado oficialmente de desastre a catástrofe monumental.

El silencio en recepción era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Dos secretarias habían dejado de teclear, el guardia de seguridad observaba con los ojos como platos y hasta la recepcionista —la muy fresca que besaba a Kevin segundos antes— se mordía los labios para no reírse.

Dayana tragó saliva, consciente de todas las miradas sobre ella.

—Yo… de verdad, lo siento muchísimo —repitió, con voz aguda de puro nervio—. No era para usted, se lo juro. Bueno… no es que yo vaya por la vida lanzando pasteles, pero…

Se calló al ver cómo Samuel la observaba con esa calma tensa, el glaseado resbalándole por la mejilla.

—¿Suele usted atacar a hombres con repostería, señorita…? —preguntó con un tono tan serio que por un segundo Dayana pensó que hablaba en serio.

Ella abrió la boca para responder, pero lo único que salió fue un:

—Solo en ocasiones especiales.

Un murmullo de risas se escapó de algunos empleados. Dayana enrojeció de pies a cabeza.

Samuel, sin perder esa expresión imperturbable, se sacó el saco y lo dobló con precisión militar.

—Perfecto. Entonces espero que esta… ocasión especial haya valido la pena.

Dayana no supo qué responder. Y como el ridículo ya era suficiente para una sola mañana, abrazó su bolso contra el pecho, dio un par de pasos hacia atrás y soltó atropelladamente:

—Yo… mejor me voy. ¡De nuevo, disculpe! ¡De verdad lo lamento!

Y, sin esperar respuesta, salió prácticamente corriendo por la puerta giratoria.

Detrás de ella, Samuel la siguió con la mirada. No estaba acostumbrado a que alguien lo enfrentara de esa manera… y mucho menos a que lo bañaran en pastel.

Un murmullo recorrió la recepción.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.