Madrid, España.
NOLAN
—¡Estoy cansada, todos me tienen harta! Es lo primero que escucho al llegar a casa, es la voz de Samara, mi mujer.
Estuve seis días fuera, tuve un funeral pesado. Vengo enterrando a mi abuelo, su vida fue devorada por la cirrosis. Volví con ansias de refugiarme en mi esposa, de sentir su abrazo y saber que ella y nuestro bebé están bien.
Pero la emoción que tenía se desmoronó en cuanto descendí del auto y escuché esos gritos desgarradores.
Dejo las maletas y hasta el ramo de flores que traía, ya que algo está mal. Ingreso y subo las escaleras casi tropezando, impulsado por una mezcla de temor y desesperación. Lo que veo al abrir la puerta de nuestra habitación me dejó helado.
La habitación parece haber sido arrasada por un huracán. Ropa tirada por el suelo, accesorios esparcidos, la cama hecha un desastre. Y en el centro del desastre, Samara, mi mujer, de pie, furiosa, enfrentando a su madre como si fuera un animal acorralado.
—Estoy harta, me quiero ir, no lo entiendes —grita desesperada viendo a su madre que está frente a ella intentando calmarla. No la reconozco.
—¿Qué sucede mi amor? —digo desde la puerta y me acerco a ella lentamente dispuesto a contenerla, pero cuando estoy a un paso de ella me detiene.
—No te me acerques, que a ti es a quien menos tengo ganas de ver —dice y sus palabras me dejan tieso.
—Mi amor, soy yo. ¿Qué pasa, princesa? —intento acercarme a ella nuevamente.
—¡Samara! ¡Basta! —interviene Azalea, su madre, con autoridad.
Pero ella no se detiene. Me mira directamente, con los ojos inyectados de algo que no es simplemente rabia; es desprecio.
—Mi amor vamos a hablar —vuelvo a insistir.
—No te me acerques, no soporto que me toques, me das asco.
—¡Hija! Nolan, no le hagas caso, está fuera de sí, es una crisis producto del embarazo —interviene Azalea.
Y si creo que es eso, porque esta mujer que está aquí despotricando contra mí, no es mi esposa. Estoy anonadado, ella viene hacia mí, me sacude del brazo obligándome a verla.
—¡Quiero el divorcio! —grita en mi cara, sus palabras salen como cuchillos directos a mi corazón. Me cuesta procesar lo que estoy escuchando y de inmediato mi mente se pregunta: ¿qué hice mal?
Mis labios se mueven para negar lo que acabo de escuchar, pero ningún sonido sale.
—No, no es cierto, estoy escuchando mal.
—No, claro que no. Estás escuchando todo muy bien. Nunca te amé y jamás lo voy a hacer. Me casé creyendo que en el camino te aprendería a amar, pero no y no quiero seguir atada a ti —sentencia dándome un golpe mortal.
—Se volvió loca —escucho de fondo.
—No puede ser verdad lo que estás diciendo mi amor —digo dejando a un lado mi orgullo de hombre.
—No soy tu amor. No lo entiendes —vocifera sacudiendo los brazos y pateando algunas prendas en el piso.
—No te amo. Me cansé de ti. De que todo lo quieras resolver hablando, de tus flores, tus cenas, tus viajes, me hastié de que nunca me digas no, de tu melocería, de tu caballerosidad. ¡Me cansé de tu perfección! —vuelve a gritar y si antes no entendía nada, ahora mucho menos. ¿Quiere el divorcio porque la trató bien?
—¡Samara! —espeta Azalea y se acerca a ella. La sacude de los hombros intentando calmarla y callarla—. ¡Reacciona! ¿Qué te pasa?
—¡Déjame, mamá! ¡Tú también sabías! Me empujaste a esto, a casarme con él. El hombre perfecto, ¿no? Bueno, ¿y qué? ¡Me asfixia su perfección!
No sé qué decir, me quedo en silencio procesando todo.
—¡No le hagas caso, Nolan! —ruega Azalea, volviéndose hacia mí—. Está fuera de sí, es el embarazo. Es una crisis voy a llamar a su doctor.
—No lo hagas, mamá —continúa—. Solo es un ataque de sinceridad. Mírate, ahí estás sin decir nada, sin reaccionar, ¿sabes qué habría hecho otro hombre en tu lugar? —dice desafiante mirándome con un odio que no comprendo.
—Si quieres que caiga en tu juego no lo voy a hacer.
—Claro que no lo harás, tu perfección te lo prohíbe.
—No es perfección, es sentido común, además estás embarazada, llevas a mi hijo en tu vientre y por ningún motivo voy a poner en riesgo su vida.
Ella se detiene. Por un segundo pienso que tal vez llegué a ella, pero entonces comienza a reírse. La veo aproximarse con furia hacia mí.
—¿Qué dijiste? —pregunta entre carcajadas, y su madre la interrumpe.
—Por favor, Nolan, déjanos solas, esta niña necesita calmarse. Sal, no la provoques más, no pongas en riesgo la salud de mi nieto.
—Tienes razón, es mejor que me vaya —acepto y me doy media vuelta.
—¡Quiero el divorcio! —vuelve a gritar—. ¡Y no quiero a este bebé!
Me detengo, pero no giro. Sus palabras son fuego, quemando todo a su paso. Aprieto los puños, el dolor es demasiado, y lo único que puedo hacer es seguir caminando con el corazón roto en mil pedazos.
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