Me quedo por unos segundos observándola. Su llanto perfora mis oídos, inunda la cocina como un eco interminable. Aprieto los puños, lleno de impotencia y rabia. De repente, el timbre suena de manera insistente, acabando con la poca paciencia que me queda.
—¡Nancy, no escu...! —me callo al recordar que la corrí —¡Ya, cállate! —grito, más fuerte de lo que quería, el llanto se intensifica. Siento que mi cabeza va a estallar—. ¡No llores! Me vas a volver loco, pequeña llorona.
La dejo ahí para acercarme al citófono lo más pronto, ya que el visitante, por su manera de accionar el timbre, tiene desesperación por entrar. Realizo una mueca de fastidio al ver por la pantalla quién es.
—Estoy en la cocina —digo con voz cortante y abro la puerta. Me giro y miro a la niña, esa diminuta criatura que no para de llorar, como si quisiera castigarme con su llanto. —¡Cállate ya!
Omar entra y se detiene al escuchar el llanto. Su rostro cambia al ver a la bebé en el car seat.
—Oh, ¿qué hace aquí, la bebé? —camina hacia ella y la saca del car seat. Antes de que pueda responder, la toma en brazos con una facilidad e ignora mi fastidio. —¿Por qué lloras, mi niña? —habla intentando consolarla y la empieza a mecer.
—Haz que se calle, Omar —gruño—. Me está volviendo loco.
Pero su movimiento solo empeora el escándalo. La pequeña se retuerce, inconsolable.
—¿Y las muchachas? ¿Dónde está Azalea? —pregunta.
—Las corrí, eché a todo el mundo de esta casa; es más, no sé qué hace esta niña aquí. Si le ordené a Azalea que se la llevará.
Omar me mira incrédulo.
—¿Dejó a la niña aquí…? Eso es un delito —inquiere sin dejar de mover a la niña suavemente. —Estás con tufo. ¿Desde cuándo estás bebiendo?
—No sé… —admito encogiéndome de hombros—. Horas, supongo. Me quedé dormido.
—¡Dios! Claro, esta pequeña está muerta de hambre. Quizá tiene el pañal sucio.
—¿Qué? —frunzo la frente—. ¿Y qué quieres que haga?
—¡Joder! Nolan. Independientemente de lo que pasó, tú esperabas a esta niña y prepararon todo para su llegada, supongo que compraron teteros, leche, pañales —habla con tono de reclamo y no me gusta.
—¡Sí! Compramos leche. Supongo que todo está en su habitación o bueno, en la habitación que era para mi hijo.
—Puedes ir por él —me ordena.
—¿Y con eso se va a callar?
—Tiene hambre, claro que sí.
—Con tal de que se calle —respondo y voy a la segunda planta.
Mientras me alejo, lo escucho tararear una canción. Ingreso en la habitación que con tanta ilusión había decorado. Como no sabíamos si sería niño o niña, pinté la habitación con colores neutros. Los dibujos, y los detalles parece que se burlan de mí. Abro y cierro cajones hasta que encuentro biberones, agarro uno y vuelvo con Omar.
—¡Qué lento eres, papá! —finge una voz infantil, parece bobo la verdad—. Mira, encontré en la despensa la leche —me dice señalando hacia el mesón. Su comentario hace que endurezca mi rostro. Observo que ya tiene el agua lista. —Vamos a prepararle tres onzas. Llena el biberón hasta el número tres y luego pon tres medidas rasas de la leche. Tapas el tetero y lo agitas muy bien, ¡pero date prisa que esta niña se nos muere de hambre!
Sigo sus instrucciones sin discutir, aunque cada movimiento me irrita más. Cuando termino, le paso el biberón, sintiéndome como un extraño en mi propia casa. Omar, con la naturalidad de quien sabe lo que hace, se echa una gota en el brazo, según él, probando la temperatura ideal, luego coloca el biberón en la boca de la niña. Al principio ella lucha, pero con paciencia y palabras suaves, la convence. Finalmente, su llanto se convierte en un silencio bendito.
—Tenía hambre —murmura Omar, con la mirada fija en la niña. —Come, come todo, princesa.
—Al fin se calló —digo, casi aliviado. —¿Desde cuándo tienes experiencia con recién nacidos?
—Experiencia no tengo, pero hace mucho salí con una madre soltera y cuando iba a su casa veía cómo atendía a su hijo. Claro, no era tan pequeño, pero es lo mismo —confiesa sin dejar de mirar la cara de la niña.
—Vas a tener que hacer algo al respecto —comenta Omar.
—No entiendo. ¿Yo? ¿Para qué?
—Necesitas a alguien para que te ayude con ella porque está claro que no tienes idea y yo, primito no voy a poder venir todos los días. No fue acertado despedir a las empleadas.
—Omar, no pienso discutir contigo sobre las decisiones que tomo en mi casa. Y con respecto a esta pequeña glotona, no te preocupes, ahora mismo voy a llamar a las autoridades para que se la lleven.
—¿Qué? —su expresión se endurece, y sus ojos buscan los míos—. ¿Estás diciendo que la vas a abandonar?
—Voy a dejar que se la lleven a un orfanato —dejo claro. —No es mi hija, su abuela la abandonó, su madre murió, no tiene a nadie. Le estoy haciendo un favor.
—Te equivocas, esta pequeña te tiene a ti —expresa alzando un poco la voz. No sé si se hace el tonto o qué. —Primo —baja la vista hacia la niña—, esta niña es tuya, quizá no sea de sangre, pero la deseaste, la esperaste. ¿Ya te olvidaste de cómo le hablabas cuando estaba en el vientre de su madre? ¿Cómo le ponías música? Aún puedo oírte alardeando en la oficina porque habías sentido su primera patada. ¿Eso ya no importa?