Omar y yo nos quedamos viendo, compartiendo el mismo silencio y molestia. Se acerca despacio hacia mí y pone una mano sobre mi hombro.
—Ya sabíamos que esto sucedería. Aunque, para ser honesto, creí que iba a ser peor —dice con una voz que pretende ser calmante, trata de consolarme—. No le des importancia a sus palabras.
—No las doy, pero sé que no serán las únicas personas que van a hablar —contesto tomando asiento. —Voy a ser el hazmerreír de mucha gente.
—A la gente nunca se le da gusto con nada, y el que vive para agradar simplemente no vive —dice y sus palabras me dejan pensando, tiene razón.
Resoplo y paso una mano por mi rostro, intentando bajar la tensión. De repente mi celular empieza a sonar. Omar me mira queriendo saber quién es; sin embargo, rechazo la misma sin pensarlo dos veces.
—¿Por qué no contestas? ¿Quién es?
—Carol —respondo evadiendo su mirada burlesca.
—¡Ca... la buenota! —dibuja una silueta sugestiva en el aire como si fuera un niño inmaduro.
—Sí —replico, enfrentándolo con la mirada—. Seguramente ya se enteró de que enviudé y quiere darme el sentido pésame.
—Vamos, ella lo que quiere es otra cosa.
—No estoy para eso, Omar.
—No te vendría mal —insiste, dejando escapar una carcajada—. Sal, distráete. Aprovecha que Layan ya tiene niñera y si Carol quiere “colaborar”, ¡adelante! Además, no puedes quedarte solo, quizá ahora no lo veas así, pero Layan necesitará una mamá.
Me pongo de pie, obligándolo a callarse.
—Con lo que pasó no creo volver a enamorarme. No —niego decidido.
—Bueno, en fin. Ahora que regresas a la oficina, voy a viajar el lunes a Londres para ver cómo va todo por allá.
—Me parece bien.
—Voy a despedirme de mi ahijada —se va. Me quedo solo en la sala hasta que vuelve a aparecer diciendo que está dormida y abandona mi casa.
Tengo tantas emociones dentro. La deducción de Amelia fue dura. Mi madre de seguro ahora está repitiendo, se lo dije. Esa mujer no valía la pena y, hasta cierto punto, tiene razón. Lo que Samara me hizo no tiene perdón.
Me muevo a la biblioteca y me encierro ahí. Me recuesto sobre el sofá y un recuerdo me invade.
—¿Qué le pasa a la reina de este hogar? —le había preguntado una vez, acercándome para besarla. Pero ella me esquivó como si fuera una sombra.
—Nada. Estoy aburrida —respondía con desdén, como si mis esfuerzos no significaran nada.
—¿Aburrida? Ven conmigo a Brasil. Pasado mañana viajo y podríamos quedarnos en Río el fin de semana.
—¡A Brasil! —su tono era una mezcla de burla y desprecio—. Quiero ir de vacaciones, Nolan. Quiero viajar en un crucero por el Mediterráneo. Eso quiero.
—Mi amor, sabes que no puedo ausentarme tanto de la empresa —dije, intentando razonar. La abracé, buscando calmarla—. Te prometo que en unos meses más…
—Siempre es lo mismo. Tu trabajo. Tus obligaciones. ¿Y yo?
—También entiéndeme, mi reina.
—No, no te entiendo, eres el dueño, puedes ausentarte.
—Te equivocas. Como soy el dueño, debo dar el ejemplo. Varias familias dependen de mí. Es mi empresa, y por lo mismo la responsabilidad es mayor. Entiéndeme.
—¡Estoy aburrida! No tengo nada que hacer. Siento que me ahogo, quiero vivir, disfrutar mi juventud, mi belleza —explotó de la manera más banal.
—¡No! Lo que tú quieres es vivir de farra, de fiesta en fiesta, pero hasta para eso se necesita dinero y este se lo consigue trabajando. Estás aburrida, ponte a hacer algo de provecho. Me dijiste que querías tener tu propia boutique, ¿qué pasó con ese proyecto? Te dije que te iba a apoyar en lo que fuera.
—Sí, sí, pero ya no quiero eso —se quedó en silencio.
—Entonces no me reclames ni me digas que estás aburrida y que no tienes que hacer.
—Me quiero ir a un retiro espiritual, siento que lo necesito. Necesito encontrarme conmigo mismo.
—¿A un retiro espiritual? —repetí extrañado.
Sus palabras todavía resuenan en mi cabeza como cuchilladas.
—Y se fue al retiro espiritual —digo, viendo el blanco techo—. ¿Qué me faltó, Samara? Yo solo vivía para hacerte feliz. Tomo aire. —Después de eso llegaste con la idea de hacer yoga y contrataste a un… Profesor de… —Me levanto de sopetón al recordar al tipo, tragó grueso. —¿Será posible? No, no —digo, dando vueltas y pasando mis manos por el cabello. Me niego a creer que… —Me engañó con su profesor de yoga. Yo estuve pagándole a este tipo para que… —Me acaricio la cara. —Ay, Samara, ojalá estés ardiendo en el infierno —expreso y doy un golpe en el escritorio, lo hago con tal fuerza que el dolor recorre mi brazo.
Layan es mi hija, mía y de nadie más; me lleno de rabia al recordar el rostro del tipo. Pensar que posiblemente sea el padre de Layan me enerva.
Salgo de la biblioteca con la furia creciendo dentro de mí y me dirijo a la habitación de la pequeña, sintiendo que es lo único que me puede calmar.
—¿Cómo está?
—Bien. Es muy tranquila —me responde Gloria. Me acerco a la cuna y me quedo mirándola. Déjanos solos, por favor.