El amor no tiene color

8. El pasado ronda.

LAYAN

—Así que soplaste la vela en un barco —dice Nancy mientras me ayuda a vestir. Lo hace ella porque Gloria, mi niñera, se fue y me dejó.

—Sí, mi papi me llevó en un barco por un río y ahí cenamos y comimos pastel con mi tío Omar y su novia.

—De seguro fue un paseo por el río Támesis. Oye, supe que conociste a tu abuela, ¿qué te pareció?

—Mmm. Es muy gritona, hace muecas muy feas y discutió con mi papi porque me regalaron dinero.

—Claro es que ahora a tu corta edad eres millonaria.

—¿Qué significa eso?

—¿Millonaria?

—Sí.

—Qué tienes mucho dinero. Cuando seas grande lo vas a entender mejor.

—Te cuento un secreto.

—Dime.

—La abuela no me cayó bien. Se parece a Cruella.

Nancy abre los ojos, los pone muy grandes y aprieta los labios como si yo hubiera dicho algo muy malo.

—Ey, niña, no vayas a decir eso delante de tu papá, no creo que le guste. Entendido.

—¡Ajá!

Ella sonríe y termina de ajustarme los zapatos.

—Estás lista, muñeca. No te vayas a ensuciar, por favor. Oíste.

—Sí, señora. Voy a buscar a mi papá —salgo corriendo.

Bajo a la primera planta. Voy primero a su estudio donde tiene sus trabajos que parecen juguetes. Me gustan mucho sus casitas y edificios. Siempre está ahí construyendo o rayando en unos papelotes.

—Papi —abro la puerta—. Papi, ¿dónde estás? —No lo encuentro, así que voy a buscarlo a la biblioteca, espero que no esté con ninguna empleada—. ¿Estás aquí, papá? —digo—. No está y se me ocurre hacerle un dibujo. Miró a todos lados—. No están las hojas blancas —me acerco al escritorio, empiezo a buscar las hojas y lápices, pero no encuentro nada. Abro los cajones y comienzo a buscar lo que quiero. —Tal vez haya aquí en esta carpeta —la saco con cuidado, y antes de abrirlo me subo con cuidado a la silla. Descubro que son un montón de hojas. —Qué mal. Todas están escritas, me pongo triste, sigo buscando una hoja… —¿Y esto? —encuentro una fotografía—. Es mi papi con una mujer. ¿Quién será? —me bajo veloz de la silla—. ¡Papi! ¡Papi! —me acerco corriendo a la puerta con la foto en la mano y cuando voy a llegar entra mi papito.

—Ey, señorita, qué hace usted en mi biblioteca.

—Papi, mira, encontré esta fotografía, eres tú, pero, ¿quién es la mujer que está contigo? —se la entregó y se la queda mirando.

—Layan, de donde sacaste esta fotografía. Pensé que…

—La encontré en tu escritorio. ¿Quién es esa mujer, papi?

Me alza en sus brazos, me acerca al escritorio y me sienta en el filo de la madera.

—Primero sabes que en este lugar hay documentos importantes y no puedes andar husmeando entre mis cosas.

—Qué significa husmeando.

—Significa buscar donde nadie te ha dicho que lo hagas.

—Pero… ¿Quién es ella, papi? Está muy bonita. ¿También es tu amiga?

Papá respira hondo y dice despacio:

—Mi amor ella es… Tu mamá.

—¿Mi mami? —le quito la foto y la vuelvo a mirar. Siento algo en mi corazón—. Es muy linda.

—Sí, ella era tu mamá. Era muy bella.

—Tengo una foto de mi mamá, ahora sí sé cómo era ella. Voy a guardarla. ¿La puedo poner en mi habitación? Sí, papi, di que sí —insisto—. Nunca había visto una foto de mi mami.

—Está bien. Puedes, pero mejor déjala aquí, yo buscaré un portarretrato. La ponemos ahí, luego te la llevas, ¿Te parece?

—Sí, es buena idea. ¿Me bajas, por favor?

—Claro, mi amor.

—¿Vas a ir al trabajo hoy?

—No, tengo una reunión más tarde y la haré desde aquí.

—Entonces puedo jugar en el jardín con la bici que me regaló mi tío Omar.

—Por supuesto —me contesta. Le doy la mano y salimos juntos de la biblioteca.

Suena el teléfono y salgo corriendo a contestar siempre lo que he querido hacer, pero nunca me dejan.

—¡Yo voy, yo voy! —chillo y le gano en llegar a Nancy. —Hola, hola —repito, pero nadie me responde. Regreso a ver a mi papi y él le hace un gesto a Nancy.

—Han vuelto las llamadas misteriosas —escucho que ella le dice, mi papi se acerca y me pide el teléfono.

—¡Aló! —dice con una voz que no me gusta. —¡Aló! —repite y cuelga. —Esto no me está gustando —habla sin verme. —Vamos, mi amor. Salimos agarrados de la mano. Llegamos juntos al garaje y agarro mi bici.

—No me sostengas, papi, yo puedo sola —le digo. Creo que tiene miedo de que me caiga, porque hice que me quite las ruedas de entrenamiento.

—¿Estás segura?

—Si tú me enseñaste bien —le sonrío.

—Muy bien, ve a dar una vuelta mientras yo hago una llamada; ya te alcanzo. Pero solo pasea por aquí adelante donde yo te pueda ver, no vaya al patio de atrás.




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