Los meses que siguieron a la primera cita con el Dr. Ramírez se deslizaron con una intensidad inusual para Mateo. Cada sesión era un nuevo descubrimiento, una pieza más del rompecabezas que era él mismo. Hablaban de su infancia, de las primeras sensaciones confusas, de la presión social y familiar que había sentido al intentar encajar en un molde que no le pertenecía. El Dr. Ramírez, con su paciencia y sabiduría, le ayudaba a desmantelar las capas de miedo y vergüenza que lo habían envuelto durante años.
Mateo aprendió a nombrar lo que sentía, a reconocer la disforia de género no como una falla, sino como una parte intrínseca de su ser. La idea de la transición, que al principio le parecía un abismo insondable, comenzó a tomar forma como un camino posible, un horizonte hacia la autenticidad. Y en ese camino, la imagen de Sofía se proyectaba cada vez con más claridad, no como el único motor, sino como un faro de esperanza, una posibilidad de compartir su verdad con alguien que, quizás, podría aceptarla y amarla.
Una tarde, después de una sesión particularmente reveladora, Mateo salió del consultorio sintiendo una determinación que nunca antes había experimentado. Las palabras del Dr. Ramírez resonaban en su mente: "La decisión de iniciar un tratamiento hormonal es profundamente personal, Mateo. Se trata de alinearte con tu verdad interna, de permitir que tu cuerpo refleje quién eres realmente. Y ese proceso, aunque pueda ser desafiante, es también uno de los actos de amor propio más profundos que puedes realizar."
Esa noche, Mateo se sentó frente a su computadora. Con manos temblorosas, pero con una resolución férrea, investigó sobre endocrinólogos, sobre los primeros pasos de la terapia hormonal. Leyó testimonios, consultó información médica, y poco a poco, la idea se consolidó. Era el momento. No por Sofía exclusivamente, sino por él. Por fin, se atrevía a honrar su verdad.
La primera cita para iniciar el tratamiento hormonal fue un torbellino de emociones. Hubo nervios, sí, pero sobre todo, una inmensa sensación de esperanza. El médico le explicó el proceso, los cambios que podía esperar, y le prescribió los primeros medicamentos. Al salir de la clínica, Mateo sintió que llevaba consigo una semilla, una promesa de futuro.
Los meses siguientes fueron un viaje transformador. Lentamente, casi imperceptiblemente al principio, los cambios comenzaron a manifestarse. Su piel se volvió más suave, su cuerpo empezó a redistribuir la grasa de manera sutil, y una dulzura en sus rasgos se hizo más evidente. Cada pequeño cambio era una victoria, una confirmación de que estaba en el camino correcto.
Con estos cambios físicos, Mateo sintió una nueva valentía para explorar su presentación. En la intimidad de su habitación, comenzó a probarse ropa que antes solo miraba con anhelo. Vestidos, faldas, blusas que antes le parecían inalcanzables, ahora se sentían como una extensión natural de sí mismo. Se miraba al espejo, no con la antigua incomodidad, sino con una creciente fascinación y aceptación.
No solo la ropa, sino también los gestos. Empezó a observar cómo se movían las mujeres a su alrededor, cómo caminaban, cómo gesticulaban al hablar. Practicaba frente al espejo, ensayando una sonrisa más dulce, un movimiento de cabello más delicado, una forma de sentarse que le resultaba más cómoda y femenina. Cada gesto era un paso más hacia la persona que sentía ser, y en su mente, cada uno de estos pequeños actos era también una forma de prepararse para ese futuro encuentro con Sofía, de mostrarle la verdadera Mateo, aquella que estaba emergiendo con fuerza.
La idea de acercarse a ella ya no era solo un deseo, sino una posibilidad tangible. Sentía que, al abrazar su identidad, se estaba acercando no solo a su propia felicidad, sino también a la oportunidad de una conexión más profunda y sincera con la persona que admiraba. Estaba en el umbral de su verdad, y la luz que emanaba de ella era más brillante que cualquier sombra del pasado.
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Editado: 17.09.2025