El amor y sus formas

Capítulo 3

— Entonces…—miro a Nicola sobre el respaldo del gran sofá de la sala mientras la mujer aspira moviéndose al ritmo de una suave melodía italiana— ¿cuánto llevas trabajando aquí?

— Unos veintidós años. —responde luego de pesarlo por un segundo.

Me hundo en las almohadas mullidas las cuales desprenden un suave aroma  lavanda y suelto un suspiro— Vaya, esa es casi toda una vida. ¿Nunca te has aburrido o preferido hacer otra cosa? —Nicola me mira con una sonrisa una vez que da la vuelta hasta la sección donde me encuentro.

— Cuando te sientes a gusto en un lugar lo que menos quieres es irte. —su respuesta me agrada porque pienso exactamente igual.

— Lo sé, me pasa lo mismo con la tienda de mi abuela.

Me regala una mirada curiosa— ¿No puedes despegarte de ella?

— Siento que si lo hago no tendría otro refugio donde correr.

— A veces un refugio no tiene que ser un lugar. —Da golpecitos con su pie en mis piernas y la elevo para que pueda aspirar debajo del lujoso asiento— Las personas funcionan de la misma manera.

— ¿Tienes a alguien así? —asiente de inmediato.

— Mis hijos.

— ¿Dónde están?

Suelta un chasquido de su lengua y niega con gracia— ¿Te despertaste curiosa? —hundo mis hombros a la vez que juego con un pequeño almohadoncito verde con bordados al parecer hechos a mano.

— Me gusta conocer las historias de las personas.

— ¿Cuál es la tuya? —levanto la mirada hacia ella pero vuelvo a bajarla haciendo una mueca con mis labios. Como cuando era niña y no quería responder a una pregunta. Lo hacía para desviar la atención o inventaba algo para cambiar el tema.

— ¿Mi historia? —Ladeo la cabeza pasando mis dedos por el hilo cuidadosamente entrelazado a la tela— No es una muy feliz.

— Todos tenemos lagunas negras en las nuestras.

— ¿Y cómo evitas que esas lagunas intenten ahogarte aun después de mucho tiempo? —sus ojos se tornan aun más cálidos que de costumbre y por un momento me imagino pidiéndole un consejo a alguien así como una madre.

— Me enfoco en lo que vale la pena recordar. —apaga la aspiradora y toma asiento junto a mí. Parece perdida en sus pensamientos— Mi matrimonio fue complicado, mi divorcio un proceso doloroso, esas son algunas de mis lagunas. —Explica— Pero de ello vinieron mis hijos, son mi bendición más grande. —Se puede denotar el inmenso amor que les tiene— Siempre que sientas que un hilo invisible te ahogue, piensa en lo que te hace feliz. A mí me funciona.

¿Algo que me haga feliz? Debería hacer una lista y leerla a diario. Tal vez y sólo tal vez eso ayude a mi corazón a sanar de a poco.

— ¿Quieres ayuda? —miro a mi alrededor cuando siento como se pone de pie.

— Puedes ayudarme en la cocina. —lidera el camino hacia el cuarto continuo que está separado por un arco de madera tallada y no pierdo ni un momento en seguirla.

— Te advierto de antemano que tiendo a ser torpe, así que tenme paciencia.

— Tengo cuatro hijos varones. —Me tiende un delantal rojo y sonríe guiñándome un ojo— Mi paciencia es mi gran virtud.

 

 

— ¿Te gusta la salsa? —pregunta Theo entrando a mi cuarto. Cierro el libro de Samuel Richardson, Clarissa, que tengo entre mis manos cuidando de no perder la página actual.

— ¿La comida o la música?

— Ambas. —toma asiento en mi cama y lo observo cuidadosamente. Lleva una camisa suelta en tono beige, unos jeans desgastados y está completamente descalzo. Si una persona fuera mi humano de comodidad, sin duda sería él. Su simple presencia me da paz y me recuerda que en un palacio aun tengo a alguien que se rebela contra los estereotipos típicos de galantería usando trajes y siendo siempre servicial y educado. Theo es mi versión en masculino y eso me encanta.

Lo pienso un segundo moviendo el lápiz en mi mano— No me gusta la salsa blanca. Estoy bien con las otras. —El chico sonríe— Y con respecto a la música, nunca la he escuchado o si lo he hecho, nunca le puse mucha atención.

— Tienes suerte, —coloca sus codos sobre las rodillas y me mira con picardía— estoy yendo a clases de salsa y necesito practicar.

— ¿Quieres que yo te ayude? —casi parece chiste.

— Gracias por ofrecerte sí.

— Nunca me ofrecí.

— Sonó a eso, —se pone de pie y me tiende su mano— ven, bailemos.

Acepto su invitación no muy segura y nos situamos en el centro del amplio cuarto— No sé bailar salsa.

— Soy un gran maestro.

 

Media hora después estoy lidiando con las constantes órdenes del señor soy un gran maestro y mi falta de soltura. Supongo que ha pasado tiempo desde que podía mostrar mis facetas profesionales en la pista de baile.

— ¿Tienes caderas? —pregunta ladeando apenas su cabeza mientras sus manos aun están en mi cintura.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.