El Arco de Artemisa - Primer Episodio, Prefacios de Batalla

2. Normalidad

Fueron solo momentos, minutos y segundos que se escurrían en la ventana junto con la lluvia de enero. Mientras veía pasar el cadáver del segundo anterior, flotando sobre un río de confusión, solo podía tener total seguridad que la encontraría más allá del tiempo y el espacio. Ella será por siempre mi virgen, dulce, eterna, guerrera, indomable, enfurecida y tranquila amada...

De la carta de Rodrigo T.M. a Gaburah L.M. – 14/11/2005

_______________________

Erase una vez un chico cuya vida había sido perfecta. Se llamaba Rodrigo Torrico Michelle y, por desgracia, era pariente mío.

No sé hasta qué punto podría afirmar que Rodrigo era un sujeto "normal", pero sus singularidades eran dignas de narrarse. El chico estudiaba en un colegio privado. Tenía una familia "clasemediera" relativamente bien acomodada. Sus padres eran divorciados y sus únicos intereses variaban entre las cosas comunes que a todos nos interesan y algunas otras excentricidades. ¿Qué era lo excéntrico? Resulta que este amigo era un pianista dotado, además de buen nadador, cosas que no todos podemos ser. Lo conocía desde que éramos muy pequeños y, siendo franco, siempre me cayó mal; más bien dicho, lo envidiaba.

Rodrigo tenía la virtud de establecer nexos muy fuertes con sus seres amados, mucho más poderosos de los que cualquiera podría imaginarse. Era hijo único, sí, pero tenía un primo ocho años mayor que era como su hermano, se llamaba Oscar. Este muchacho también era hijo único de una madre que se había divorciado. Hay un par de cosas que debo mencionar respecto a él. Por un lado su afición al bicicross de montaña y, por el otro, su innagotable curiosidad por temas científicos. Dos elementos que lo caracterizan y me hacen recuerdo a Oscar siempre que los veo; las bicicletas y los libros de Antropología y Paleontología. Algo que me resultó evidente desde el inicio, es que la vida de Rodrigo estuvo siempre influenciada por la relación que tenía con Oscar; aunque a veces discutían y terminaban peleados, era notorio que tenían una relación fraterna a prueba de fuego. En fin, eran más unidos que hermanos de sangre.

Y si de la familia tengo que hablar, debo reconocer que Rodrigo no solo consideraba dentro de su círculo familiar a aquellos parientes de sangre, tales como yo. También habían otros «parientes» a los que llamaba: postizos. Por ejemplo, la madre de Rodrigo tenía una añeja amistad con una mujer muy peculiar, boliviana de origen tarijeño y raíces rusas. Ella no era pariente consanguínea nuestra, pero los años y la convivencia la convirtieron en un miembro más de la familia, en especial para Rodrigo y Oscar, quienes la consideraban una tía más.

Esta mujer tenía tres hijos de los cuales dos eran de su primer matrimonio. El mayor, que era de la edad de Oscar, se llamaba Edwin. Desde que tengo uso de razón lo recuerdo como un sujeto tranquilo y despreocupado, siempre acompañado de Oscar con quien formaba un dúo dinamita. Eran amigos muy íntimos y se metían en travesuras peligrosas e insólitas. Sin embargo, el carácter de Edwin fue cambiando con los años luego que entró al Colegio Militar. Como cadete, perdió toda su efervescencia. Supe por rumores que él y Oscar habían tenido problemas por causa de una chica, cosa que confirmé años más tarde.

La hija del medio era Jhoanna —Joisy, para los amigos—, seis años mayor que Rodrigo y yo. Podría decir que ella era una especie de amor platónico de mi infancia, uno más. La recuerdo como una chica extrovertida, empática, hermosa, dotada, con talento para la gimnasia rítmica; por lo tanto, atlética. En el colegio era una especie de idol, admirada y deseada. Hasta donde mi memoria llega, recuerdo que ella y Oscar llevaban una relación conflictiva debido a lo poco honestos que ambos eran con sus propios sentimientos. Estaban enamorados el uno del otro, todos lo sabíamos, pero la inminente presencia de Edwin era como una sombra, que no les permitía estar juntos. ¿Por qué?, años más tarde me enteré que Oscar, Edwin y Jhoanna habían vivido una dolorosa experiencia por causa de una muchacha —lo que mencioné más arriba— que hacía mal tercio; convirtiendo el extraño triángulo amoroso de "mejores amigos, hermana, celos" en "amigos, impostora, hermana, celos". Es un drama que, para ser francos, no tengo razón de profundizar en este texto, por lo que dejaré para otro momento o para un spin-off (si me alcanza la vida).

El tercer retoño —la hermana pequeña, la hija menor— se llamaba Diana. Ella era de la misma edad de Rodrigo y mía. Diana, fue fruto del segundo matrimonio de su madre, quien se divorció de su primer marido por una infidelidad por parte del hombre. El segundo esposo, un militar de carácter espartano que se pasaba viajando la mayor parte del tiempo, tenía una relación bastante ambivalente con su familia. A veces podía ser tierno y amoroso y minutos más tarde convertirse en la encarnación de Torquemada. A pesar de ello, Edwin y Jhoanna —sus hijastro— no consideraban a este militar como un padrastro, sino como a un padre. Incluso Oscar y Rodrigo —familiares "postizos" para Diana y sus hermanos—, llamaban "tío" a este personaje castrense. Quizá no fuese tan malo después de todo, ¿o sí?

Ahora en primer plano queda lo que dejé pendiente en el párrafo anterior: Diana. ¡Oh! Diana, ni aún estando ebrio me resulta cómodo hablar de ella. Era una pianista eximia, postora de una sensibilidad realmente asombrosa. A veces parecía que desbordaba de energía y terminaba haciendo soberanas gansadas de las que luego Rodrigo asumía la culpa. Era demasiado juguetona, en ocasiones tímida, en otras, desinhibida. Su incapacidad para hablar de un solo tema hacía difícil seguirle el hilo. A veces podía estar contándote una anécdota del día y luego empezaba a hablarte de calamares radioactivos bajando por el Tíbet, con turbinas acarameladas de propulsión a chorro. Esa hiperactividad que la caracterizaba, era, quizás, el rasgo determinante que la hacía fascinante; o tal vez no, quizás su virtud definitiva, era la empatía absoluta. Siempre andaba saludando a todos los animales que se encontraba por la calle. Solía indagar en las emociones de los demás con el objeto de hallar alguna tristeza que combatir. Se sentía la embajadora de la alegría y el optimismo; y sí, su preocupación por el prójimo era auténtica aunque no siempre era entendida. Sea como fuere, había un elemento más que la hacía increíble: la mera belleza; y aquí no nos vamos a ir con exquisiteces filosóficas sobre lo que es o no preferible en otra persona. Si hablamos del sexo opuesto (o del mismo sexo si se es homosexual), lo estético en el aspecto carnal y corporal se hace instantáneamente imperante, incluso a priori de los "buenos sentimientos" o la admiración intelectual que adviene a la interacción.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.