La muerte no existe, la gente solo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo
Isabel Allende, Eva Luna.
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Rodrigo había empezado a convulsionar. Su estómago le dolía. Se escabulló de los brazos de su primo y corrió al baño a vomitar. Se miró al espejo y se horrorizó con su propio reflejo, aterrorizado y enrojecido. Entonces lanzó un golpe al cristal con el yeso de su mano zurda, haciéndolo añicos.
—¡Basta Rodrigo!
—¡Mientes, mientes! —gritaba desesperado, hasta quedar afónico. Oscar solo se limitaba abrazarlo.
—Debes calmarte, primo —finalmente ocurrió de nuevo, Rodrigo estaba enloqueciendo.
Oscar salió del baño unos momentos, fue a la cocina por un vaso de agua. Los trozos rotos del espejo reflejaban el estado en que quedó Rodrigo: hecho trizas. Le faltaba el aire, vomitar lo dejó exhausto. Loco, tomo un gran pedazo de vidrio con su diestra y miró su reflejo partido en él. Sin pensarlo, trató de enterrar el cristal en su abdomen. Buscaba la muerte, quería acabar con su calvario. Pero su Espíritu guía no iba a dejar que su protegido fracase, Rodrigo lo escuchó claramente hablar dentro de su mente
—¿Acaso vas a rendirte ahora? —le dijo Freky.
—Sin Diana no tiene caso seguir viviendo —respondió.
—Eso quieren ellos, mátate y realmente todo habrá sido en vano.
—No puedo luchar contra esto, no puedo.
—Claro que puedes.
Un frío intenso le congeló el cuerpo, recorrió sus venas y apaciguó la desesperación de su corazón. Luego una nostalgia increíble por Diana lo invadió.
—Ella no ha muerto por nada, ¡levántate, Lycanon!
El vidrio ensangrentado, a medio camino de su estómago, cayó al piso. No había más dolor ni pena.
—¡Carajo huevón, qué te has hecho! —gritó Oscar, horrorizado, al ver la sangre. El vaso se le cayó de las manos por la impresión y se hizo añicos en el piso.
—Llévame a la clínica —pidió Rodrigo, con serenidad.
—¡Estás loco! —le gritó—, debemos desinfectar la herida.
—Oscar, llévame con Diana —pidió Rodrigo, poseído por Freky.
Oscar entendió que algo sobrenatural pasaba con su primo. Se calmó y lo miró sin parpadear.
—Todos están alterados.
—Confía en mí, llévame a la clínica.
—¿Quién eres? —preguntó Oscar al notar que ya no hablaba con Rodrigo.
—Un aliado —más tranquilo, el primo de Rodrigo pensó un poco.
—Hay mucho tráfico, debemos darnos prisa —dijo y emprendieron el viaje.
En el trayecto, Freky devolvió su cuerpo a Rodrigo y una fuerza que jamás conoció inflamó sus venas. Por primera vez en su vida sintió que su propio Espíritu despertaba de un penoso letargo, su cuerpo estaba helado, pero no le molestaba, sus manos aún seguían manchadas de sangre y no le preocupaba. Todo lo existente parecía espantarse y ofenderse ante la presencia de Rodrigo, y a él no le importaba. Lo vio claramente, todo era un sueño, nada era real. Las cosas parecían nubes que se disolvían al tocarlas. Solo entonces Rodrigo fue capaz de ver la magnitud del engaño, ni siquiera su dolor era real. Jamás había sentido tanta calma; no, no sintió nada más.
Ambos entraron a la clínica, el guardia de seguridad parecía no ver a Rodrigo, era como si se hubiera vuelto invisible. Oscar, caminando tras de su primo, se sorprendió al notar que nadie en la clínica aparte de él notaba la presencia del chico. Rodrigo llegó a la sala de espera y se encontró con un cuadro desolador: la madre de Diana estaba destrozada en un rincón, Jhoanna estaba abrazada de ella y Edwin trataba de sostener a ambas. Los hermanos de Diana clavaron la mirada en Rodrigo, pero no se movieron, él les sonrió. En su interior no había dolor, ni lágrimas, ni temor, simplemente una gran nada en medio de su corazón y su mente. Sus venas estaban heladas, llenas de una nostalgia por alguien a quien debía rescatar: Diana. Era como si su cerebro y su corazón estuvieran muertos.
La presencia de Freky llenaba su Espíritu mientras un fuego muy helado se prendía en su pecho. Mientras caminaba, todos los objetos de la clínica lo insultaban y se indignaban al verle. Todo: las paredes, el techo, el piso, las sillas, la ropa de la gente, las puertas, las ventanas, absolutamente todo se mostraba hostil ante Rodrigo y él no sentía temor, sino una fuerza indescriptible. Sintió a los Dioses, a Odín, llamarle por su nombre: Lycanon. Así, sin pensar o sentir, caminó guiado por sus instintos, invisible a la gente que lo rodeaba, guiado por su tótem. Llegó a la habitación donde estaba Diana. El lugar se hallaba vacío y en la cama descansaba el cadáver de la niña. En ese momento, Rodrigo empezó a encender su fuego interior con toda su potencia, sus circuitos espectrales se llenaron de espectro y entonces un ángel se reveló ante sus ojos. Era hermoso y sus blancas alas eran casi cegadoras.
—¡Maldito blasfemo! —gritó el ángel, iracundo—. ¡Cómo te atreves a mostrar ese Símbolo maldito ante mí!
—Aléjate de Diana —amenazó Rodrigo.
—Ella debe morir. Rechazó la misericordia del Señor y ahora debe pagar ese pecado.
—¡Ella es Dianara, la Osa de la Luna hija de Morana! ¡Ella debe ser libre! —lo retó mientras una azulada luz brillaba de su pecho.
—Este reino es de Él y ningún demonio lo profanará —replicó el ángel mientras un agudo zumbido empezaba a sonar con fuerza.
—¿Quieres pelear?, entonces tendrás pelea —respondió desafiante y un fuerte aullido de lobo resonó en su mente.
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Editado: 22.05.2022