CAPÍTULO 1.
Alta costura, altas mentiras.
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Gritos. Sangre. Gente corriendo. Un cadáver.
Todo pasa demasiado rápido mientras “Tamo Loco” de Ysy A suena de fondo.
—¡Alba! —me gritó Ingrid—. ¡Reacciona, boluda!
Estoy en el segundo piso del club, que en realidad es más una zona VIP, exclusiva para nosotros y la gente que decidimos dejar pasar. Estoy apoyada contra los barrotes de metal, fríos, duros, mirando hacia abajo completamente paralizada.
Ingrid me agarra la cara con ambas manos y me obliga a mirarla. Estoy ida. Perdida. Como si la cabeza se me hubiera desconectado del cuerpo.
—¡La policía ya viene! ¡¿Qué carajo hacemos?! —dice desesperada, sacudiéndome—. ¡Alba! ¡Te estoy hablando! ¡Alguien se murió ahí abajo!
La canción me retumba en los oídos. El bajo me golpea el pecho como si quisiera sacarme de este estado. Ingrid me grita en la cara, desesperada, y encima se enoja porque no le estoy prestando atención.
La gente corre para todos lados. Algunos me empujan sin querer, otros ni me registran. Todo se vuelve borroso, como si estuviera mirando una película desde lejos.
Y ahí lo entiendo.
Yo ya no estoy ahí.
Estoy en otro lugar. En otro momento. Todo gracias a la voz del presentador de la pasarela. Ese tono elegante y seguro que anuncia con orgullo el inicio del desfile.
Y, de golpe, no hay sangre. No hay gritos.
Ahora hay luces. Hay cámaras. Y hay moda.
—¡Muy buenas noches a todas, todos y todes! Bienvenidos a una nueva edición de Lombardi Exclusive Night. Gracias por estar esta noche acá, por vestirse como dioses y por bancar el diseño nacional —dijo—. Hoy tenemos la nueva colección de Esteban Lombardi, que viene a romperla con todo. Y también... una sorpresa. Una presencia que no necesita presentación. Prepárense para un desfile del que no se van a olvidar.
El presentador primero presentó a un cantante y éste empezó a cantar en vivo. Si digo que no estoy nerviosa, estaría mintiendo. Ya sé que no es la primera vez que hago esto, pero no sé… hay algo que me tiene inquieta, tengo una sensación en el pecho que no se me va con nada. Mi celular suena y, cuando veo de quién se trata, me dan ganas de tirar el celular a la mierda.
—¿Quién es? —me pregunta Estefanía.
—Tadeo.
—¿Ese? ¿Qué quiere ahora?
—Otra oportunidad.
Ella se ríe.
—¿Y se la vas a dar?
—Ni loca —le rechazo la llamada.
—Mejor. No quiero verte llorar porque si no vas a arruinar mi trabajo, y mira que me llevó horas eh.
—Tranqui, él ya no me afecta.
El celular vuelve a sonar, pero esta vez se trata de un mensaje. Lo iba a ignorar, juro que lo iba a ignorar. Pero no se trataba de Tadeo, sino de un número desconocido.
—Felicidades por el evento, Alba. Tengo un regalo para vos, ¿querés verlo?
¿Eh? ¿Y esto qué es? ¿Por qué me escribió un desconocido si nadie es capaz de conseguir mi número? Mi estómago se revuelve. Me invade una incomodidad que no sé de dónde viene, pero que se instala sin pedir permiso.
—¿Quién sos? —le respondí.
—Un viejo amigo. ¿Qué pasa? ¿Ya no te acordás de mí?
¿Viejo amigo? El corazón me late más fuerte, como si quisiera salirse del pecho para huir antes que yo.
—Yo sí me acuerdo de vos… estabas muy tranquila esa noche mientras yo me moría —volvió a escribirme.
Mi corazón se detuvo. No puede ser. No puede ser posible. Él está muerto. Lo sé. Lo vi. Lo lloré. ¿Cómo puede alguien… saber eso?
—¿Querés un consejo? No salgas a la pasarela.
Empiezo a sudar frío. Una capa de humedad me cubre la frente, la espalda, las palmas. Estaba sudando tanto que temí que el maquillaje se arruinara por eso. Siento el pulso en las sienes. Todo da vueltas.
—Preparate, Alba, ya estás por salir —escuché que me dijo mi agente.
No puedo…
Cuando empezó a sonar “Diva” de Nicki Nicole, supe que era el momento de salir, pero tenía los pies anclados al piso. Como si el suelo me agarrara de los tobillos y no me dejara avanzar. Como si de verdad algo o alguien me estuviera advirtiendo que si daba ese paso, no habría vuelta atrás.
—¡Alba! —mi mánager me levanta de la silla con desesperación—. ¡Andá, tenés que salir!
Me empieza a empujar con fuerza hasta la entrada de la pasarela. Siento sus manos en mi espalda como un motor que me obliga a avanzar, aunque cada parte de mí quiera quedarse quieta.
Cuando ya estoy ahí, parada justo en el borde, la gente empieza a gritar mi nombre. El ambiente explota. Todos estaban enloquecidos, como si solo hubieran venido por mí. Los flashes me ciegan apenas me asomo. Los paparazzis me toman fotos sin parar, como si estuvieran hambrientos de capturar el momento exacto en el que piso el escenario.
—¡Con ustedes, Alba Montenegro! —me presentó el presentador, con una voz potente que resonó por todo el salón.
Me obligué a caminar aunque las piernas me temblaran. Ya estaba ahí, no había marcha atrás, tenía que hacerlo. Además, no podía creer ciegamente en todo lo que leía o veía. Podía ser algún hater queriendo asustarme, arruinar el momento, sabotearme desde el anonimato.
Forcé una sonrisa y avancé con todo el estilo y el glamour que aprendí a la fuerza, con sangre, sudor y años de disciplina. El vestido de seda negra, exclusivo de Lombardi, se adhería a mi cuerpo como una segunda piel, marcando cada curva. Todo pasó a un segundo plano. La música, la gente, las luces. Incluso el mensaje desconocido. Sólo existía yo. Yo, siendo el centro de atención. La reina del momento. La figura que todos querían ver, fotografiar, aplaudir.
Claro que todo lo que se veía perfecto —mi rostro, mi sonrisa, mi porte impecable— era una mentira. Una fachada cuidadosamente construida a base de esfuerzo, sacrificio y un control casi inhumano. Estoy siendo observada, idolatrada… y me enferma. No soy yo la que camina sobre esa pasarela. Soy la imagen perfecta de lo que se espera de mí. Y cuando todo termina, cuando las luces se apagan y la multitud se disuelve, no queda nadie dentro de esta carcasa brillante y vacía de glamour.