El asesino está entre nosotros

Capítulo 3

Capítulo 3.

Reuniones y advertencias.

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—¿Y estos pelotudos quiénes son? —largó uno de los loquitos que intentaba meterse a la fuerza—. ¿A ellos sí los dejás pasar y a nosotros no?

Era un tipo que ya debía estar rondando los veinticinco. Qué sé yo. Pero lo cierto es que se lo veía bastante grandecito como para andar armando quilombo en la puerta de un club exclusivo.

—Callate la boca y rajá, pendejo. Ya te dije que no vas a entrar —le contestó el patovica al que todos le decimos Córdoba porque, bueno, es de Córdoba y no hace falta mucho más para que le quede el apodo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Dante, sin mucho interés.

—Lo de siempre, pibe —respondió Córdoba, como si no fuera la primera vez que tenía que lidiar con eso—. No es apto.

—¡¿No soy apto?! —saltó el loquito, cada vez más sacado—. ¡Hablá bien, la concha de tu hermana, patovica puto!

—Otro villero que se cree con derecho a entrar —dijo Córdoba por lo bajo, asi sin mirarlo, mientras sacaba el intercomunicador para pedir refuerzos—. Pasen tranquilos, que a estos giles los sacamos en un segundo.

Córdoba nos hizo una seña para que pasáramos. Uno por uno fuimos entrando, y yo fui la última. Justo cuando crucé la puerta, sentí esa sensación fría en la nuca, como cuando sabés que algo no está bien. Giré apenas, por reflejo, y lo vi.

El loco ese me miraba fijo desde la vereda, con los ojos llenos de bronca. Se pasó lentamente el dedo índice por el cuello, de lado a lado, simulando un cuchillo, y después me dedicó una sonrisa torcida.

Me quedé helada. El corazón me retumbaba en los oídos, y por un segundo, no supe si seguir caminando o salir corriendo.

Ingrid me agarró de la mano y me guió hacia adentro, diciéndome que no le diera atención. Yo ya sé que no tengo que darle bola a estas cosas, lo sé, pero es la primera vez que alguien me... hace eso. Y no sé, me dejó rara.

El club está llenísimo y es como un boliche, pero elegante, con gente de “nuestro nivel”, como dice mi mamá. Acá pocas veces ves peleas como las de afuera. En algunas ocasiones suele pasar, pero no siempre. La mayoría viene a verse, a mostrarse, a socializar con los de su misma especie, si se quiere.

Los chicos y yo subimos las escaleras y nos fuimos a nuestro sector VIP, donde siempre nos quedábamos. Cuando teníamos muchas ganas de bailar bajábamos y bailábamos entre la gente. A ver, acá arriba también se puede bailar, pero es distinto. Tiene otra vibra, más relajada, más privada. Más nosotros.

—Esto es nuestro… —dijo Baco, sacándole la botella de la bandeja a la moza—. ¡Gracias!

—¡Y traenos hielo y speed, por favor! —le pidió Ingrid, con una sonrisa encantadora pero mandona.

—¡Y otra botella, porque con una no alcanza! —agregó Dante, tirándose en uno de los sillones como si estuviera en su casa.

La moza nos sonrió con confianza antes de darse media vuelta y desaparecer entre las mesas para ir a buscar lo que le pedimos. Ya nos conoce, sabe cómo somos y qué onda tenemos. Este lugar no es nuevo para nosotros, y ella lo sabe. La música explota por todos lados, tan fuerte que apenas puedo escuchar lo que dicen mis amigos. Solo veo a Dante sacando algo de su billetera, con ese aire despreocupado de siempre.

Era una pastilla rosa, brillante, imposible de no notar.

—Tomá, un regalito para vos —me dice, extendiéndola hacia mí con una sonrisa.

La agarro sin dudar. Sé que la necesito. Esta noche no estoy bien. No después de lo que pasó. No después de haberlo visto a ese tipo mirándonos así, con esa cara de amenaza apenas disimulada. Me cuesta respirar normal, me cuesta pensar. Y no quiero sentir nada. Al menos por un rato.

No sé en qué momento pasó. Solo sé que ahora estoy bailando arriba de uno de los sillones del VIP, con los tacos en la mano, el vestido subido más de la cuenta y el pelo pegado a la cara de tanto moverme. La euforia me corre por todo el cuerpo, y no me importa nada. La música retumba tan fuerte que siento el bajo en el pecho, y yo me dejo llevar como si esta noche fuera solo mía.

Baco y Dante me miran desde abajo, muertos de risa, festejando cada cosa que hago como si fuera un show privado para ellos. Me aplauden, me chiflan, me gritan que siga. Y yo, obvio, sigo. Porque me siento diosa. Intocable. Inmortal.

E Ingrid… bueno, Ingrid es Ingrid. Está chapándose a un chabón cualquiera, uno que claramente no es su tipo y que ni debe saber dónde está parado. Pero es obvio que lo hace por despecho. Porque al que realmente quiere comerse es a Baco. Y Baco, bueno… Baco nunca le dio bola. Y eso, aunque se haga la fría, le sigue doliendo.

—¡Apareció el perdido! —escuché que gritaba Dante, entre risas.

Levanté la mirada, y en ese instante, el ruido del lugar desapareció. Todo se detuvo. O al menos así se sintió.

Frente a mí estaban los ojos más lindos que había visto en toda mi vida. Grises, intensos, como si pudieran ver más de lo que uno quiere mostrar. Para algunos eran perfectos. Para otros eran raros, un error de fábrica. Pero para mí, su heterocromía parcial no era un defecto. Era lo que lo hacía único. Esa mezcla de tonos en sus ojos me hacía pensar en cosas que no sabía que tenía guardadas. Como si un lado de él pudiera abrazarte y el otro empujarte al vacío.

Y yo… yo ya estaba cayendo hace rato.

Éber llevaba una remera negra y un jeans rasgado, bien holgado, que le quedaba como si no le hubiera dado ni bola al momento de elegirlo, pero, aún así, le quedaba perfecto. Y el pelo… desordenado como siempre. Pero en él eso no era un descuido, era actitud. Ese quilombo en la cabeza le daba un aire único, como si no necesitara esforzarse para llamar la atención.

—¿Qué hacías, eh? ¿Estabas con alguna mina o qué? —lo jodió Dante, con una sonrisa pícara—. ¡Ahhh, estabas con una minita y no nos contaste!




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