CAPÍTULO CINCO.
Partido de tenis, peleas a muerte.
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AHORA.
Ingrid se acercó a la mesa a paso lento.
Estaba pálida, con los ojos tan abiertos que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Cuando por fin enfocó la mirada en nosotros, no mostró ni una pizca de emoción. No le importó vernos ahí, ni se molestó en saludar. Lo único que le interesaba —igual que a nosotros— era entender por qué carajo nos habían citado en ese bar de cuarta, lúgubre y olvidado por Dios. Pero sobre todo, lo más urgente era descubrir quién mierda estaba detrás de los mensajes.
Porque estaba clarísimo, no era un juego, era una declaración de guerra. Alguien nos quería joder la vida. Alguien con ganas de revolver el pasado, de desenterrar los recuerdos que tanto esfuerzo nos había costado enterrar. Alguien que buscaba vernos arder desde adentro, lentamente, hasta rompernos del todo.
—Si esto es un chiste, díganmelo ya, porque no tiene ni puta gracia lo que están haciendo… —soltó ella, con la voz temblorosa—. Los mensajes no paran, ¿entienden? No paran. Y por culpa de esta mierda, ahora estoy en conflicto con Santiago.
Santiago es su prometido. El tipo con el que se iba a casar. Su “felices para siempre”. Lo sé porque los veo siempre en las redes.
—Nosotros no tenemos nada que ver, Ingrid —dije, mirándola fijo—. A nosotros también nos están llegando mensajes. No sabemos quién mierda los manda… pero no somos nosotros.
Ella se sienta en la mesa y se cruza de brazos, todavía con desconfianza.
—¿Y qué? ¿Estás diciendo que alguien de afuera, alguien que no forma parte de nosotros, quiere que nos reunamos? —pregunta, frunciendo el ceño—. ¿Para qué? ¿Qué sentido tendría?
—¡Qué se yo, Ingrid! —le respondí, un poco enojada ya—. Pero no puede ser nada bueno. Te lo juro, tengo un mal presentimiento.
—Está clarísimo que no es nada bueno —dijo Dante, con la mandíbula apretada y la mirada clavada en la mesa—. Esto tiene que ver con su muerte, si no, ¿por qué te mandaría ese video?
—¿Qué video? —preguntó Ingrid, frunciendo el ceño.
—Alguien lo grabó… tirado en el piso —dije, tragando saliva, incapaz de pronunciar su nombre todavía. Me ardía el pecho solo de pensarlo. Duele. Duele muchísimo—. Y me lo mandó. No sé quién fue, pero tengo una idea bastante clara de lo que busca.
—¿Y qué quiere? ¿Plata? ¡Que lo diga de una puta vez así podemos irnos todos a dormir tranquilos! —soltó Ingrid, levantando la voz.
Ya no se sabía si estaba asustada o enojada.
—No creo que quiera plata —dijo Dante en voz baja.
—No quiere eso —murmuré, con la mirada perdida en la ventana. Afuera, la noche parecía más pesada de lo normal—. Quiere torturarnos. Quiere que no podamos respirar tranquilos, que la culpa nos carcoma desde adentro. Creo que esto… esto es venganza.
—¿Pero venganza de qué? ¡Nosotros no hicimos nada! —exclamó Dante.
—Tampoco es que seamos muy santos —dijo Ingrid con los brazos cruzados, mirándolo de costado—. ¿O no te acordás de lo que pasó con Bruno?
—¡Pero eso fue un accidente! —replicó él, con voz desesperada—. ¡Yo no lo maté!
—¿No? —intervine yo ahora, sin poder contenerme—. Porque me acuerdo muy bien de lo que dijiste. Palabras textuales: "Lo voy a cagar matando."
—¡Pero fue un decir! —gritó Dante, como si con eso alcanzara para borrar lo que había hecho.
—¡Lo mataste igual!
—¡Fue sin querer! ¡Y encima no estaba sólo, estaba con Éber!
Hace cinco años atrás.
El día del torneo de tenis había llegado, y aunque nosotras jugábamos después, Ingrid y yo estábamos más nerviosas que los chicos. Y eso que ellos arrancaban primero. Nosotras teníamos que esperar nuestro turno sentadas en la tribuna, pero sentíamos la panza revuelta como si estuviéramos a punto de entrar a jugar ya mismo. El corazón nos latía a mil. Era una mezcla rara de emoción, ansiedad y miedo a mandarnos alguna cagada frente a todo el colegio y frente a todas las personas que habían venido a vernos.
Ya es de noche, Éber y Dante ya habían entrado a la cancha del Lawn Tennis Club, y enseguida las chicas empezaron a gritar como si se les fuera la vida. Un escándalo. A ver, yo también estoy babeando por Éber, no voy a mentir, pero tampoco ando haciéndome la perra en celo. O sea… sí, pero solo por dentro. Con dignidad, ¿viste?
—¡Cierren el culo, taradas! —les gritó Ingrid, harta, llevándose las manos a los oídos.
Del otro lado de la cancha, entraban los dos pibes del San Ignacio, y las pibas del otro colegio también arrancaron con los gritos. Era un delirio. Dios mío, ¿qué les pasa?
—Callate un poco, pareces una loca —soltó Baco, que había llegado con Tadeo. Era su compañero en la segunda ronda, aunque cada tanto se nos sumaba de onda. Es como uno más del grupo, pero sin formar parte real del círculo.
—¿¡Loca yo!? —saltó ella, ofendida, señalando con el mentón hacia las demás—. ¡Escuchalas cómo gritan! ¡Las verdaderas locas son ellas!
—Vos también estás gritando ahora —le marcó Tadeo.
—¡Sí, pero no por alzada! —replicó ella, alzando más la voz.
La voz del juez de silla se empieza a escuchar por los parlantes, fuerte y con tono de que esto va en serio, y automáticamente todos nos giramos hacia la cancha.
Éber está ahí, tranquilo como si estuviera esperando el colectivo, pero si lo mirás bien, tiene esa concentración que mete miedo. Se lo nota listo, como si en cualquier momento fuera a largarse a atacar. Dante, en cambio… está que explota. Lo conozco demasiado bien. Está sacado, con la sangre hirviendo, y no lo disimula ni un poco. Tiene enfrente a su némesis, al pibe que más detesta en el planeta, y la tensión entre ellos se podría cortar con una cuchilla de cocina. Se nota, se respira.
Se quieren cagar a trompadas mal.
Del otro lado de la red, el rubio oxigenado —sí, ese mismo pelotudo de siempre— se le ríe en la cara con esa mueca sobradora que dan ganas de romperle de un raquetazo. Está con su compañero, uno igual de agrandado, y los dos se cagan de risa como si esto fuera un chiste interno.