El mundo de Elías era una burbuja de cristal y metal, siempre en movimiento, siempre conteniendo la vida de otros. Sentado frente al volante de su viejo sedán —un modelo gris de chapa cansada que había visto más confesiones que un párroco—, Elías era el punto fijo en un universo frenético. La ciudad se deslizaba ante él como un carrete de película, y su oficio lo había convertido en un espectador privilegiado de la condición humana.
Llevaba diecinueve años con la licencia. Diecinueve años donde el asiento delantero había sido su trono de soledad y el trasero, el diván de innumerables almas en tránsito. Para él, el taxi no era solo una herramienta de trabajo, sino una cápsula de tiempo, un confesionario sobre ruedas. Olía a todos sus pasajeros: a perfume caro del ejecutivo, a pan recién hecho de la panadera nocturna, a alcohol de la despedida de soltero y, sobre todo, a la invisible salinidad del dolor contenido.
Elías nunca se había propuesto ser consejero ni filósofo. Simplemente, sabía escuchar. Había aprendido que la distancia física entre el conductor y el asiento trasero, aunque mínima, era una distancia psicológica de seguridad perfecta. La gente, al subir a ese espacio neutral, hablaba. Confesaban sus triunfos efímeros, sus pérdidas irreparables, sus miedos a medio formar. Eran breves destellos de honestidad brutal, liberados sabiendo que en media hora, la puerta se cerraría y el secreto se disolvería en el tráfico.
Pero la paradoja era cruel: mientras Elías recogía los fragmentos de las vidas ajenas, su propia vida permanecía detenida, como un reloj sin cuerda. En el espejo retrovisor, esa pequeña ventana rectangular que le permitía monitorear el asiento trasero, no solo veía a sus clientes; se veía a sí mismo. Un hombre de cincuenta y tantos, con surcos de cansancio más profundos que las grietas del asfalto, un hombre que llevaba una pena sin nombre como el único equipaje.
Esa pena, intuida en su manera de tocar el medallón plateado colgado del espejo, se había convertido en su motor. Ayudar, escuchar, aconsejar con la discreta sabiduría que te da el haberlo perdido casi todo, era su forma de expiar. Cada viaje era un intento de sanar la herida de otro para, sutilmente, sentir que su propia cicatriz dolía un poco menos.
Una noche como cualquier otra, Elías detuvo el motor. La lluvia fina, esa que prometía una noche larga y solitaria, apenas acariciaba el parabrisas. Miró el asiento trasero vacío, oscuro y con el cuero frío. Ahí es donde ocurría la magia. El asiento de atrás era la cuna de las confesiones, el lugar donde la vida, despojada de su prisa, le revelaba a Elías sus verdades esenciales.
Se inclinó, encendió el motor de nuevo, y esperó. Sabía que esta noche, un ejecutivo melancólico vendría a enseñarle sobre el precio del éxito. Y él estaba listo para escuchar.