El bebé del Jefe

• Por cierto, no lo dejes solo la próxima vez •

Por fin volvió a sentarse y supo que no tendría descanso cuando Esmirna dejó la puerta abierta, disponible para que otros entraran, sin poder evitar asistirles.

Tuvo que volver a poner seguridad cuando terminaron de llevar lo que tenía en su mostrador y de consultar si lo que habían hecho estaba bien o no, finiquitando parte de sus responsabilidades con las fuerzas flaqueando, para luego organizar fuera.

En el regreso, escuchó el sonido de la portátil indicando la entrada de una llamada, lo que la hizo avanzar, para notar que era en formato de video, solo que no era su jefe, como al oírla pensó, sino su padre, quien tenía intenciones de hablar con su hijo.

Se armó de valor, sonriendo nerviosa al ocupar la silla para acercarse más, recibiendo la imagen del hombre en la pantalla en cuanto le dio entrada.

—¿Maeve?—demandó, al verla en el reposo, sin haber esperado tenerla ahí.

La joven sonrió otro poco, pues como siempre, él la tuteaba, sin cambiar nada de eso desde que la conoció.

No tenía, ni había, ningún problema en ello, ya que siempre la trataba con respeto y además, era su modo de familiarizarse con los empleados y desde el inicio, ella no fue la excepción.

La verdad, a ese hombre le había agradado su presencia desde que entró.

—Señor Briggs—saludó, despacio—. Hola. Es un placer volver a verlo.

—Ay, niña, qué señor Briggs, ni qué ocho cuatros—le restó con las manos—. Ya no estoy jefeando, no me tienes que guardar esa compostura—sopesó.

—Está bien—asintió, un poco avergonzada, aunque no iba a quitarle lo que él se merecía.

—¿Y mi hijo? ¿Dónde está?—demandó, relajado—. Imagino que si estás en su silla...

—No era mi intención, es que...—Batió las manos en frente, sin necesidad de que le diera un discurso.

Parecía no molestarle en lo absoluto, sobre todo porque confiaba en ella.

—Bueno, le miento si le digo que está aquí, al frente mío, escondido para no hablar con usted—el hombre sonrió—, o en una junta en la sala de al lado—volvió a reír, ampliando el gesto—. La verdad es que salió de viaje a Perú para un proyecto aeropuertiaro—habló—. No sé si se dice así, pero si conoce de Enrico Santander, le digo que él lo solicitó.

—Vaya—murmuró, bajo la impresión de lo dicho—. Claro que conozco a Enrico, he escuchado de él, lo raro es que Farouh no me dijo nada—acotó—. Debe ser algo importante, pero también lo entiendo, porque es un área no explorada. Él no ha llegado hasta ahí en cuanto al diseño, creo que le teme a algunas cosas—mencionó, calmado—. De todos modos, va a trabajar con un hombre íntegro. Le hará bien ese movimiento hacia América del Sur; Enrico ha tenido muchas oportunidades, miles que han podido hacer que se olvide de su origen, pero él siempre vuelve a su patria, aunque trabaje las ofertas con la única opción de no quedarse donde lo pidan.

—Es un alma libre con una prenda en el corazón—musitó.

—Sí—liberó—. ¿Y tú? ¿Por qué no fuiste con él?

—No tuve oportunidad—esquivó—. Señor, el viaje fue algo precipitado. No estaba en agenda—cruzó los brazos, dispuesto a escucharla—. Santander llamó en la mañana y si bien yo no sé mucho de arquitectura, el señor Briggs me lanzó la llamada, porque no estaba en la oficina. Él tampoco sabía de quién se trataba, pero no podía atenderlo—explicó, en el recuerdo—. Enrico y yo hablamos un buen rato antes de que él llegara; le gustó mucho el proyecto del aeropuerto con el que ustedes trabajaron hace unos años y lo quería adaptado, no solo a una central para aviones con pasajeros con vuelos diversos, también quería conectar una base en cuanto a la carga marítima que se recibe y sale del país—continuó—. El diseño no era lo mismo, quería al artista que se dio a la tarea de hacer ese trabajo para adaptarlo al suyo.

—Imagino que le contaste y luego Farouh se animó a hacerlo.

—No del todo—expuso—. O sea, en cierto punto, sí, pero yo...—el hombre se inclinó, aún escuchándola—, intervine un poco, porque como su hijo no estaba, le hice llegar el diseño original y patentado con el que tenía interés, luego traté de hacerle un dibujo, no muy lindo, a decir verdad—vio su sonrisa de nuevo—, con las ideas que me dio y, según sus palabras, le pareció decente—el padre de su jefe bajó la cabeza en la risita, desenfadado en su espacio en cuanto ella se lo mostró—. Cuando Farouh llegó, hablamos, pero no fue fácil que tomara una decisión—admitió.

—Igual lo hizo—Mivi asintió—, aunque me dirás que se puso algo evasivo.

—Sí, pero le di un café para que se le pasara—lo oyó reír, negando.

—Pero mi hijo no toma café desde el divorcio—sacudió la cabeza.

—Quizá porque quería dormir y pensar en eso, le daba insomnio—tanteó el terreno con la broma—. Desde que le quité la leche de almendras de la mano, se lo bebe conmigo—recalcó, a modo de risa, aunque no tenía idea de si haberle dicho eso, era demasiado bueno—. Es que yo no tomo líquido negro.

—Al menos se lo toma, eso es lo importante—suspiró—. ¿Cómo lo ves?

—Con los ojos—Maeve se tapó la cara con las manos, unida a esa risa que le hizo remover el pecho—. Perdón, es que...—Siguió negando con sus manos—. El café yo lo veo bien, nunca me dice nada de no quererlo cuando se lo traigo—él continuó riendo, en frente—. En cuanto a su hijo, todavía no ha evolucionado a otra fase que no haya sido venir del mono hasta ser un hombre.




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