El Bueno, El Malo y El Tonto

¡Yo lo atraparé!

         Cuando conocí a Larry Quinzel me pareció un chico normal, pero debo decir que nunca logré descifrarlo. Encajaba perfectamente con todo lo que representaba la secundaria de Honeykans porque allí todos buscaban su lugar en el mundo. Estudiantes con acné y problemas para socializar, con una inclinación por los juegos de rol como Calabozos y dragones, los nerds del lugar. Los malotes, chaquetas oscuras para adquirir un aspecto rudo. Los niños ricos, a los que papi y mami nunca les negarían un Cadillac para su cumpleaños. Las porristas, las animadoras de los juegos de temporada y las culpables de amores platónicos. Pero nunca logré entender a cuál grupo pertenecía Larry Quinzel.

 

            Mi confusión acerca de aquel chico se incrementó indudablemente al verlo correr una tarde tras un hombre de capucha negra que había robado el bolso de una anciana que analizaba los descuentos en las afueras de una tienda de calzado. El hombre le arrebató el bolso y huyó por la avenida principal, y de forma inmediata, Larry, que caminaba por allí, reaccionó.

 

―¡No se preocupe, señora, iré tras él! ―dijo Larry deteniéndose a su lado.

―¿Y tú quién eres, otro sin vergüenza? ―le espetó la anciana con su bastón listo para golpearle mientras lo observaba de arriba abajo con una expresión de asco.

 

            «¡Lo atraparé, no escapará!» agregó Larry comenzando a esprintar. «¡Calla, rufián, eso es lo que eres, un rufián!» la anciana ahora blandía su bastón en alto con gran coraje. El chico que todos los recesos se dirigía a la biblioteca del instituto a leer sus libros tenía una muy buena condición, más de la que aparentaba. Corría con velocidad, esquivando sin esfuerzo los transeúntes de la ciudad, con total habilidad. El ladrón cruzó la calle en forma diagonal para escabullirse por un callejón al lado de Willy’s Shop, al este. Larry intentó imitarlo aventándose a la vía de inmediato, pero desafortunadamente ese día un taxi tenía demasiada prisa, tanta que le fue imposible detenerse a tiempo. El auto amarillo golpeó al chico de espíritu justiciero en las piernas con tal potencia que lo hizo rodar por el parabrisas hacia el techo para luego estrellarse muy aparatosamente en el asfalto.

 

            El chofer del taxi descendió al instante justo después de frenar bruscamente dejando dos marcas negras paralelas de neumáticos en la parte trasera.

 

―¡Estoy bien! ¡Estoy bien! ―gimió Larry en el suelo. No, no se encontraba bien. Probablemente se había roto un par de costillas y su pierna le debía doler como el demonio.

 

            El chofer se dirigió a la parte frontal de su auto, se quedó atónito unos segundos, retiró el sombrero casual que utilizaba para ocultar su calvicie, apartó el cigarrillo de entre sus labios y maldijo al cielo como sólo un marinero lo haría en altamar. El capó estaba abollado, casi parecía que unos gorilas se habían apareado allí arriba. El parabrisas se hallaba completamente roto. Se asemejaba a una tela de araña: iniciaba con un gran golpe en el centro y se extendida por toda el área.  Se volteó con bravura en dirección a Larry que todavía intentaba ponerse en pie.

 

―Maldito niñato, ¿te das cuenta de lo que acabas de hacer?

 

            Larry se encontraba algo aturdido y no comprendió palabra alguna del hombre delante suyo que le apuntaba con el cigarro humeante entre sus dedos.

 

―¿Tienes seiscientos dólares, imbécil? ―Rugió―, porque eso es lo que me va a costar reparar todo esto.

 

            Sin darle oportunidad a contestar, el chofer se giró nuevamente hacia el interior de su auto, rebuscó por debajo del asiento y sacó un arma de amplio cañón. Larry, ya de pie, seguía mareado, pero no lo suficiente para no darse cuenta que era momento se salir de ahí. Corrió, cojeando y jadeando. Casi vuelve a ser arrollado por otro auto al intentar huir. Entre tantos autos y movimiento, el taxista pistolero y enfadado lo perdió de vista en seguida. Cualquiera en la posición del joven Larry Quinzel volvería a casa a hacerse un café caliente y a ver uno de esos programas de concursos en la televisión. Sin embargo, Larry continuó, con lentitud y adolorido, hacia el callejón en busca del hombre de capucha negra ladrón de bolsos de abuelas.

 

            Dentro del callejón el sonido de la ciudad casi parecía extinguirse. Algunos ecos de autos desde la carretera, algunas voces lejanas de personas y olores extraños (la mayoría fétidos) llenaban el lugar. Larry caminaba por ese gran pasillo solitario examinando todo. No había rastro del hombre de capucha negra, pero tras adentrarse un poco más por el callejón, se encontró con una puerta al costado derecho. Parecía una salida de emergencia de ese edificio de ocho pisos; la cerradura estaba forzada, así que Larry entró, se asomó con cautela y subió hasta la azotea. Bingo.

 

            Rebuscaba en su interior al igual que un perro que busca de comida en un bote de basura. Se hallaba de cuclillas, encorvado mientras ojeaba el bolso robado dándole la espalda a Larry. El chico se llenó de valor, cerró sus puños con fuerza, las palmas de sus manos estaban húmedas de sudor, y exhaló.



#3307 en Novela contemporánea
#19061 en Otros
#2424 en Aventura

En el texto hay: misterio, superheroes, accion

Editado: 06.11.2020

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.