–Estoy muerto –fue el primer pensamiento que tuve desde que estoy aquí.
No era una pregunta, era una afirmación. No se requiere de mucho ejercicio mental para saber que lo estás, pues los muertos siempre saben que están muertos, no hacen esa pregunta, porque simplemente todo es diferente a cuando estabas vivo. La forma más clara en la que puedo explicar esto es que al morir te transformas en una especie de “gas” y entonces te expandes y te contraes sin control, pues ya no tienes un cuerpo que te limite; no tienes manos, no tienes boca, no tienes piernas; simplemente no queda nada de tu corporalidad. Lo que más me impactó de todo esto es que no hay lo que conocemos como ideas o pensamientos, diálogo interno o algo parecido, y aun así puedes entender.
Por lo que creo que fue un largo tiempo, solo podía recordar ese último vistazo a mi familia, recuerdo incluso a detalle las lágrimas que caían por sus caras. En ese momento me encontraba muy asustado, me sentía triste por dejarlos, aunque sabía que ellos estarían bien. Los extraño tanto, me arrepiento de no abrazarlos más fuerte la última vez, pienso en ellos y espero que estén bien. Quiero regresar a esos días en los que cocinábamos en familia, cuando mis niños eran pequeños y les presentaba nuevos sabores. Adoraba sus expresiones cuando descubrían un sabor nuevo que les encantaba y la risa de mi esposa cuando ponían carita de asco. Extraño esos momentos en los que redescubría el mundo a través de ellos.
Ahora que estoy flotando en lo que la Biblia llama como el limbo, me siento triste, solo, pero no quiero volver, supongo que soy consciente de que ya terminé mi papel en ese mundo. Anhelo saber de ellos, de mi familia. Me encantaría tener una noticia de lo que pasó con la vida de mis hijos, de mi esposa y hasta de mi perro: ¿se habrán casado?, ¿tendré nietos?, ¿mi esposa se habrá vuelto a casar?, ¿seguirán vivos? A veces me hago este tipo de preguntas y me preocupo y me desespero. Me preocupa mucho que no estén a salvo, si pudiera llorar, lo haría.
Actualmente estoy más interesado en salir de aquí, tengo tantas preguntas y nadie viene a responderlas. Nadie me ha buscado en mucho tiempo; si es que el “tiempo” significa algo aquí. Me siento sin ningún propósito, solo estoy aquí, creo que quieto. Me desespera no tener sentidos, no puedo orientarme. Bien podría estar flotando, cayendo, subiendo o avanzando y no me daría cuenta. No logro percibir ningún cambio, ni una luz, alguna sensación. Llevo mucho tiempo aquí. Ni siquiera sabría darme una idea de cuántos meses o años pasaron desde la última vez que vi un color; me siento un prisionero en confinamiento.
A pesar de todo, estar aquí no es del todo malo. No tengo cuerpo, entonces nunca tengo hambre, ni frío, ni estoy cansado, incluso ya olvidé casi por completo la sensación de tener un cuerpo biológico. El único estímulo que llegué percibir desapareció hace mucho tiempo. Eran algo parecidos a susurros, estos me recordaban lo que fui en mi vida; tal vez por eso aún recuerdo tan bien a mi familia.
–Es necesario que no lo olvides, Dios te preguntará esto cuando sea tu turno de ser juzgado, además así te será más fácil encontrarte con tu familia una vez todos mueran– me decían, esos susurros eran amigables, lo más humano con lo que he tenido contacto desde mi muerte.
Algo está cambiando. Lo presiento. Se siente cerca, supongo que la hora de mi juicio esta llegando. De pronto y luego de mucho tiempo recupero la vista, veo unas pequeñas bolitas rojas y brillantes que se dirigen a mí. Es una gran cantidad y me rodean hasta que lo único que puedo ver es su rojo brillante.
–Tenemos que comenzar el viaje, Dios te llama.– les entendí decir. No, no las escuché. Estos pequeños “seres”, si así se les puede decir, no producen sonidos y aun así se puede entender lo que estos dicen; tienen una forma de comunicación diferente. Estoy tan emocionado. Lo único que deseo es saber de mi familia y entonces cada logro que me haya perdido será celebrado por mi desde aquí arriba.
De repente vuelvo a sentir mi cuerpo: primero noto el peso de mis brazos y luego el de mis pies, soy consciente de mi propia temperatura, parpadeo, siento la saliva en mi boca y, por último, respiro. Las pequeñas luces se disipan lentamente y abandonan mi cuerpo restaurado. El rojo se va y el color azul ilumina mis ojos; es el cielo. El sol también está aquí, siento la calidez en mi piel. Estoy recostado en la arena y también, tengo ropa puesta, es blanca, no llevo zapatos, pero no hace falta, la arena es suave y cálida.
Tardé unos segundos en recordar cómo se controla un cuerpo. Me levanté de una forma torpe, de la misma forma en que lo haría un anciano. Mi cuerpo, es una versión joven de mí, lo sé porque siento una agilidad y ligereza como la que tenía a los 35 años. En el suelo había charcos y al observarme en uno de ellos confirmo que soy una versión mía, aproximadamente estoy en mis treintas: con mi cabello negro, piel bronceada, delgado. Fue lindo volver a ver mi cara tan joven. Recordé a mi esposa, tenía esa edad cuando nos conocimos, trabajábamos juntos, sin saber que íbamos a casarnos. Siempre fuimos buenos compañeros, compatibles, afines.
No tardé mucho en notar que no estaba solo. A mi derecha más luces rojas acababan de colocar a una mujer en las mismas condiciones que yo, solo que ella parece más joven, en sus veintes.
–Hola– le dije.
Ella giró su cabeza y me respondió: – Hola–.
–¿También te llamaron?– pregunté. No me respondió, solo asintió con la cabeza y sonrió.