Cuando Shahana despertó, lo primero que vio fue a Azlan, sentado a su lado, mirándola con los ojos cansados y enrojecidos. Parecía no haber dormido en toda la noche. Pero en cuanto sus miradas se encontraron, Azlan sonrió.
Era la clase de sonrisa que exigía toda la fuerza de quien la llevaba—la sonrisa de alguien que se sostiene en pie solo por pura voluntad, fingiendo por amor a otra persona. Cualquiera más la habría pasado por alto, pero Shahana sintió su peso, su significado. Era una sonrisa que intentaba consolarla, hacerle creer que todo estaba bien… incluso cuando el mundo a su alrededor se desmoronaba en silencio.
—Azlan… —susurró.
—¿Sí, amor? —Su voz era tan suave, como si hablar demasiado alto pudiera romper la frágil paz que los envolvía.
Shahana parpadeó, intentando recordar cómo había terminado allí. Su mente se sentía nublada, como un sueño que se escapa entre los dedos mientras uno intenta aferrarlo. Le pasaba a veces—al volver en sí, fragmentos de su memoria se desvanecían, dejándola en una bruma. No recordaba cómo había llegado al hospital. No recordaba haberse desmayado. Y el pánico punzante que había sentido al ver a Azlan… ese también ya se había disipado.
—Azlan… ¿qué hacemos aquí? —preguntó, con el ceño fruncido en desconcierto—. Estábamos en la playa, ¿no? Estábamos… en medio de algo.
Azlan alargó la mano y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos, su contacto cálido contra su piel.
—Amor, te desmayaste… —susurró con ternura.
Pero entonces lo vio—ese instante fugaz en el que el miedo asomó en los ojos de Shahana. Su mano se deslizó instintivamente hasta su vientre. Fue un gesto sutil, pero de un significado devastador—un gesto que solo una madre haría. Su palma se posó con delicadeza sobre la vida que aún creía llevar dentro. Pero ella aún no lo sabía. No sabía que su vientre ahora estaba vacío, hueco.
El corazón de Azlan se rompió de nuevo. La tristeza lo cubrió como una ola, amenazando con arrastrarlo al abismo. Pero no podía hundirse—no ahora. Puso su mano sobre la de ella, ejerciendo una leve presión, como si intentara protegerla de la verdad un poco más.
—Todo está bien, amor —susurró, con una dulzura desgarradora—. Solo estabas cansada, eso es todo. Pasamos demasiado tiempo caminando ese día. Quizás por eso te desmayaste.
Era una excusa débil, pero era lo único que podía ofrecerle.
Por un momento, la tensión en el rostro de Shahana se desvaneció y exhaló con alivio.
—¿Tú estás bien? —preguntó Azlan con cautela, su mirada fija en la de ella.
Shahana estudió su rostro, notando las sombras bajo sus ojos, la rigidez de su expresión. Parecía más exhausto de lo que un simple desmayo ameritaba, como si el peso de todo recayera sobre él. Una punzada de culpa la atravesó. Cuánto debía quererla Azlan para verse tan desgastado solo por su caída. Su corazón se hinchó de ternura por él… y al mismo tiempo, de enojo consigo misma. Qué egoísta debía parecerle—empujándolo lejos cuando él solo intentaba sostenerla.
—Estoy bien, Azlan —susurró, intentando calmarlo, aunque vio en sus ojos que no le creía del todo.
Azlan asintió lentamente, pero algo en su mirada seguía sin ceder.
Más tarde, Musa llegó, llamando a la puerta antes de entrar.
—Nos diste un buen susto, Api —dijo con una pequeña sonrisa de alivio.
Shahana notó cómo todos parecían más tranquilos ahora, como si la tormenta hubiera pasado y lo único que quedaba era el silencio de su estela. Sin embargo, algo dentro de ella no se sentía bien. Como si un pedazo de sí misma se hubiese ido sin que lo notara.
Y entonces, un recuerdo enterrado resurgió… Uno que deseaba no haber recordado nunca.
Había estado en un hospital como este antes. En aquella ocasión, también había perdido un hijo. Y en aquella ocasión, había estado sola. Completamente y absolutamente sola. Su hijo había muerto, y su esposo no estuvo allí para sostenerla. Nadie estuvo allí. La habían dejado cargar con el peso insoportable del duelo por sí misma.
Pero ahora, Azlan estaba aquí. Sentado a su lado, tal como le había prometido. Y esta vez, todo sería distinto. Esta vez, su hijo vendría al mundo, y todo lo que una vez los había roto finalmente sanaría. Azlan se lo había prometido—y ella le había creído.
—Musa, ¿dónde están Baba y Aunty? —preguntó, su voz suave pero firme.
—Aún no han llegado, Api —respondió Musa con una sonrisa tranquila.
—¿Cuándo podremos irnos a casa? —susurró, moviéndose bajo la manta. El hospital comenzaba a asfixiarla. Necesitaba irse, volver a la vida que habían construido juntos.
—En un rato más —le aseguró Azlan desde el otro lado de la habitación—. Pero tendrás que tener más cuidado de ahora en adelante.
—Todo está bien ahora, ¿verdad? —preguntó ella, y su voz llevaba un temblor sutil, casi imperceptible, pero lo suficientemente afilado como para clavarse en el corazón de Azlan. Por un instante, él se quedó inmóvil, luchando por respirar bajo el peso de esa pregunta. ¿Cómo podía responderle?
—Sí… todo estará bien —susurró al fin, su voz quebrándose apenas. Se obligó a sonreír, esperando que fuera suficiente para convencerla. Luego se giró, fingiendo acomodar algo en la mesita de noche. Una lágrima solitaria resbaló por la comisura de su ojo, pero la secó rápidamente antes de que ella pudiera verla.
Shahana sonrió y comenzó a conversar con Musa, completamente ajena a la grieta en el corazón de Azlan, una grieta que con cada momento que pasaba se ensanchaba un poco más.
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Regresaron a casa esa misma tarde. Shahana estaba débil, sus pasos inseguros. Tanto Azlan como Musa notaron lo distraída que estaba—seguía haciendo las mismas preguntas, como si los momentos se le escaparan entre los dedos como arena.
En un momento, preguntó por Fahad y Aiket, olvidando que Musa ya le había dicho que estaban fuera de la ciudad. Azlan la guió suavemente por la casa, con el brazo alrededor de su cintura, sosteniéndola en cada paso.