Había pasado una semana desde que Shahana recuperó la conciencia. Azlan continuaba cuidándola con una devoción incansable, como si fuera el ser más frágil y precioso de su vida. Cada día estaba a su lado, ayudándola en cada pequeña tarea, alimentándola, asegurándose de que estuviera cómoda, como si se tratara de una niña recién nacida.
Shahana estaba sentada al borde de la cama, sus manos descansando sin fuerza sobre su regazo, su mirada fija en el suelo, como si el peso de los últimos meses estuviera grabado en los patrones de la alfombra bajo sus pies. Ahora estaba completamente presente, ya no era la figura ausente y desconectada que había sido. Pero con su lucidez vino una ola de culpa, cruda e implacable. Su pecho se elevaba y descendía en respiraciones superficiales, el silencio de la habitación se hacía insoportable, solo interrumpido por el leve susurro de Azlan moviéndose a su lado.
Él estaba sentado cerca, como siempre, una presencia constante a su lado. Sus mangas arremangadas, su cabello revuelto de esa manera descuidada de quien no ha pensado ni un segundo en sí mismo. Toda su atención estaba puesta en ella. En su mano sostenía un cuenco de avena caliente, el vapor subiendo en espirales suaves, y con la otra removía la mezcla con paciencia, soplando ligeramente en la cuchara antes de acercársela.
—Solo un bocado más —la animó con suavidad, su voz baja y paciente, pero con un matiz más profundo, una súplica silenciosa. Días y noches había pasado rezando por este momento, por verla reaccionar, por sentir que ella volvía poco a poco a él.
Shahana dudó, sus labios se entreabrieron ligeramente, pero volvieron a cerrarse. No entendía por qué le resultaba tan difícil—solo comer, solo dejar que él la cuidara. Pero los ojos de Azlan, llenos de una ternura infinita, se suavizaron al verla. No había impaciencia, ni frustración. Solo él, esperándola, como siempre lo había hecho. Con un leve asentimiento, aceptó, y él acercó la cuchara a sus labios.
La avena estaba tibia, pero se sentía pesada en su boca. Tragó con dificultad y dejó escapar una pequeña tos. En un instante, Azlan dejó el cuenco a un lado y se inclinó hacia ella, su mano buscándola con urgencia.
—¿Estás bien? —preguntó con voz queda, llena de preocupación.
Shahana asintió rápidamente, obligándose a responder.
—Estoy bien.
Pero su voz tembló, y cuando su mirada se encontró con la de Azlan, algo dentro de ella se quebró. Sus manos se retorcieron entre sí, y sacudió la cabeza, un leve estremecimiento recorriéndola. Los muros que había intentado reconstruir desde que despertó comenzaron a desmoronarse bajo el peso de las emociones que había estado reprimiendo.
Azlan notó el cambio al instante.
—Shahana… —susurró, cubriendo sus manos con las suyas. Sus dedos se cerraron con firmeza, transmitiéndole su calor, anclándola a ese instante—. ¿Qué pasa?
Su respiración se aceleró y, antes de que pudiera contenerse, las palabras salieron, frágiles, temblorosas.
—Lo siento —susurró, su voz quebrada, las lágrimas acumulándose en sus ojos. Apartó las manos de las de él y las llevó a su rostro, escondiéndose tras ellas—. Lo siento, lo siento tanto. Perdóname. Lo siento… lo siento muchísimo.
Azlan sintió su corazón retorcerse ante su dolor.
—Shahana… —murmuró con firmeza, acercándose más a ella en la cama, sus manos buscando las suyas de nuevo—. Detente.
Pero ella sacudió la cabeza con vehemencia, sus sollozos convirtiéndose en un torrente incontenible.
—Deberías odiarme —sus palabras salieron ahogadas entre jadeos—. Te fallé. Nos fallé. Perdóname. Yo…
—Shhh… —Azlan la interrumpió, su voz baja pero decidida, y esta vez no la dejó alejarse. Tomó sus manos temblorosas y las llevó hasta su pecho, apretándolas con fuerza—. Basta, Shahana. Basta.
Ella se quedó inmóvil, su respiración entrecortada al sentir el calor de él traspasando su piel helada. Azlan se inclinó, lo suficientemente cerca para que ella pudiera ver la intensidad de su mirada.
—No fallaste —susurró, su voz quebrada—. Ni a mí. Ni a nosotros. No te atrevas a culparte.
Las lágrimas de Shahana cayeron con más fuerza, pero ahora su mirada estaba anclada a la de él, como si no pudiera apartarla, como si no pudiera huir de la verdad en sus ojos.
—No pude salvar a nuestro bebé —murmuró, su voz temblorosa con un dolor insoportable—. Por mi culpa… murió. Nuestro bebé murió.
—Shahana, mírame —Azlan la llamó con firmeza, inclinándose más hasta que su frente casi rozó la suya. Sus dedos se deslizaron bajo su barbilla, obligándola a alzar el rostro hacia él—. Deja de decir eso. Tú no hiciste nada. No fue tu culpa. Fue el decreto de Allah. A veces, Él nos pone a prueba arrebatándonos lo que más amamos.
Shahana dejó escapar un sollozo desgarrador, su cuerpo temblando.
—Así que deja de hablar así —continuó Azlan, su tono suave pero inflexible—. Esto es una prueba. Para ti, para mí, para nosotros.
Y entonces la estrechó contra él, sujetándola con fuerza mientras ella se derrumbaba.
—Mi bebé… mi bebé murió… Mi bebé… —lloró contra su pecho, su dolor atravesándolo como dagas.
Azlan sintió que su alma se desgarraba mientras la abrazaba aún más fuerte, su instinto de protegerla afilado como un cuchillo. Pero su preocupación creció—ella estaba perdiéndose en su dolor, resbalando hacia un abismo del que tal vez no podría sacarla.
—Shahana, por favor, contrólate —susurró, su voz temblorosa, desesperada por alcanzarla.
Azlan exhaló con fuerza, su mandíbula apretada, pero en su mirada solo había amor. Amor profundo, inmenso, inquebrantable.
Bajó la voz, cada palabra cargada de sinceridad y convicción.
—Shahana, todo estará bien, inshallah. ¿No recuerdas? Siempre decías que Allah lo arreglaría todo. Hoy, te lo digo yo a ti: Allah lo arreglará todo.
Pero ella no lo escuchaba. Su dolor la había arrastrado lejos, susurrando palabras incoherentes, sus dedos aferrándose a su camisa con desesperación.