La intensidad se volvió rutina.
La rutina se volvió dependencia.
Y mi dependencia se disfrazó de amor.
Al principio estaban los detalles:
las flores espontáneas, los mensajes a las 3 a.m. diciendo “no puedo dormir pensando en ti”, las llamadas largas donde me describía un futuro perfecto.
Pero los detalles empezaron a desvanecerse.
Y en su lugar crecieron los silencios.
Silencios crueles.
Silencios fríos.
Silencios que dolían más que cualquier palabra.
Cuando él desaparecía, yo revisaba el celular cada cinco minutos.
Sentía un vacío en el estómago que me hacía pensar que había hecho algo mal, que debía esforzarme más.
—Perdón, estuve ocupado —me decía después de horas, a veces días.
Y yo respiraba tranquila, dándole la bienvenida como si no hubiera hecho nada malo.
Me acostumbré a justificarlo:
“Está estresado.”
“Así es él.”
“La intensidad del amor también duele.”
Pero una tarde, mientras él revisaba mi teléfono sin permiso y yo trataba de sonreír como si eso fuera normal, entendí que mi vida ya no era mía.
El fuego que me hacía sentir tan viva… también estaba consumiendo mis límites, mi calma, mi paz.
Y lo peor es que no sabía cómo apagarlo.