CAPÍTULO 4 — EL CONFLICTO QUE CRECE

No quería admitirlo: estaba dividida.

Mi corazón caminaba hacia dos direcciones opuestas, y cada una me arrancaba algo distinto.

Con Adrián sentía la adrenalina de no saber nunca qué esperar.

Esa intensidad era como un imán que me jalaba aun cuando me hería.

Pero con Elías…

Con él todo era diferente.

Elías tenía un ritmo que no exigía, un tono que no presionaba, una presencia que no hacía ruido pero llenaba el espacio con algo parecido a paz.

Y esa paz empezó a hacerme falta.

Una tarde, después de otro de esos silencios largos de Adrián —esos en los que yo rogaba por un mensaje, por una explicación, por algo— recibí una llamada de Elías.

—Te escuchas apagada —me dijo.

Me sorprendió.

¿Cómo podía saberlo solo por mi “hola”?

—No estoy teniendo un buen día —admití.

Él guardó silencio unos segundos, pero no fue un silencio incómodo.

Fue un silencio que me dejó respirar.

—¿Quieres caminar? —preguntó suavemente.

Y dije que sí.

Ni siquiera pensé en Adrián…

solo pensé en mí.

Mientras caminábamos, Elías no intentaba sacarme palabras.

Me dejaba avanzar a mi ritmo, como si el mundo no estuviera presionándome.

—A veces uno se esfuerza tanto por no perder a alguien —dijo de pronto— que termina perdiéndose a sí mismo.

Lo miré, sorprendida.

Él no conocía a Adrián.

No sabía nada.

Pero sus palabras eran exactas.

—Yo no sé qué estás viviendo —continuó—, pero sí sé que no tienes que cargarlo sola.

Y ahí… sentí culpa.

No porque fuera algo incorrecto.

Sino porque por primera vez, alguien me estaba ofreciendo apoyo sin pedirme nada a cambio.

Y eso dolía más que los gritos de Adrián.

Porque me hacía ver claramente todo lo que no tenía con él.

Esa tarde, cuando Elías se despidió, me tocó el hombro con suavidad.

—Si algún día te cansas de sostener algo que te lastima… aquí estoy.

No era una invitación.

No era una insinuación.

Era un recordatorio.

Y esa noche, mientras esperaba un mensaje de Adrián que no llegó, supe que mi conflicto apenas estaba comenzando.