El Espejo.
Jacinto se miró en el vidrio sucio de la vitrina. Llevaba tres días sin comer bien y el pantalón se le escurría por la cadera, revelando la ropa interior vieja, justo como aquel "peladito" de las películas.
—Mira nada más —murmuró para sí mismo, con la voz quebrada—. Tanto que huí de la broma, y el hambre me trajo el disfraz a domicilio.
Un grupo de jóvenes pasó a su lado. —¡Ese mi Cantinflas! ¡Aviéntate un baile! —gritaron entre risas.
Jacinto sintió la rabia de siempre, pero esta vez, su estómago rugió más fuerte que su orgullo. Sus ojos se fijaron en las monedas que uno de los chicos traía en la mano.
Lentamente, Jacinto cambió su postura. Relajó los hombros, sacó un poco la panza y movió la mano en ese gesto inconfundible.
—Pues... ahí está el detalle, joven —dijo Jacinto, imitando la voz, sintiendo que algo moría y nacía en él al mismo tiempo—. No es que uno no quiera bailar, es que la música de las tripas no lleva ritmo... a menos que usted coopere con la orquesta.
Los jóvenes se detuvieron. Hubo un silencio, y luego, una carcajada genuina. Una moneda de diez pesos cayó en su mano. Fue la primera vez que Jacinto compró pan gracias a la cara que tantas burlas le había traído.