El capricho de Morfeo

022 I Las ovejas

​​Fausto era un hombre adelantado para su época, y eso lo condenó a muerte.

Él estaba exhausto, con una ligera picazón en su garganta con algo de fiebre por lo que su hija lo obligó a tomar reposo en el cuarto mientras su hija buscaba algunos suministro para el tratamiento que ella le daba. Por lo que su mejor amigo, Constantino se encontraba en su casa, haciéndole compañía.

Su mejor amigo era unos pocos años más joven que Fausto, más bajo, pero la vida lo golpeó duro ya que aparentaba una edad mayor, y su cabeza era completamente calva. Él estaba sentado sobre una silla de madera, a un lado de la cama individual del enfermo, quien mantenía cerrados los ojos.

—Fausto, vuestra hija ya es mayor ¿Cuándo la vas a casar? ¿Algún candidato que esté interesado? —Arqueó sus pobladas cejas con intriga y con un tono pícaro.

Fausto se incorporó de inmediato, abriendo sus ojos estupefacto, pues ya le había dicho un millón de veces que él no iba a obligar a Elvira a casarse con alguien que le ofreciera dos vacas, ¡Ni por todas las vacas del mundo daría la libertad de su hija!

—¡Tonterías! —Alzó el brazo derecho con desesperación, fulminando a su mejor amigo—, cuando mi hija se vaya a casar, será porque ella lo quiso de esa manera, no porque yo lo diga —aseveró con seguridad, cruzando los brazos sobre su pecho.

—Sí, pero... Si vos mueres, ella quedará expuesta sin la protección de un hombre —alargó, con una media sonrisa que le daba un extraño cosquilleo en su columna a Fausto.

—No, ella es una mujer que no necesita de nadie, y mientras yo viva, ella tendrá su libertad —dictaminó con una voz ronca, torciendo sus labios en una mueca, al borde del coraje y ahogándose para no toser.

—¿Entonces no te gustaría que yo la desposara? Digo...

—¿Vos? ¿Un hombre casi de mi edad, barrigón y sin pelo? ¡No! —carcajeó, pensando que era una broma, de mal gusto, por cierto.

—¡Sí! Qué bulla —mintió rodando los ojos, levantándose de la silla para caminar hacia la mesa que estaba del mismo lado, pegado a la pared —. Suponiendo, Fausto, que la única manera de proteger a Elvira sea casándose conmigo... ¿Cómo reaccionarías?

—Vuestra pregunta ofende, la viste crecer ¿Cómo podéis pensar en tal atrocidad? Apreciaría que dejaros hablar del tema.

Constantino soltó un suspiro, dándole la espalda a su mejor amigo, sacando de su chaleco un pequeño frasco de cristal y vertiendo unas gotas en el vaso de té que le había preparado al enfermo. Tomó los dos vasos, y regresó a la silla de madera, entregando el envenenado a Fausto.

Nicoletta vociferó con horror viendo tal escena, sin creer que Constantino era capaz de lastimar a su mejor amigo, con tal de quedarse con Elvira. Quería gritar, y tirar el vaso de Fausto, pero no podía hacer nada. Y el asesino parecía no tener rastro de culpa, hasta insistía en que bebiera hasta la última gota.

—Y otra razón más para odiarlos, ya vimos que su papá anterior va a morir por envenenamiento ¿Eso es lo que le quieres decir? ¿Qué tenga cuidado con su actual padre? —preguntó con desesperación la deidad, observando con el entrecejo fruncido hacia la bruja.

—No, solo sigue observando.

En ese momento, Nicoletta y Morfeo se habían convertido en espectadores de su vida pasada.

—¡Papi! —clamó con desesperación Elvira, llegando a su casa.

Entró a la habitación, moviendo la cortina. Ella ignoró el hecho que Constantino estaba a un lado, y se sentó en el borde de la cama de su padre, tomando su mano mientras que con la otra la colocó sobre su frente, revisando la temperatura.

—Estás mejor, pero todavía tienes tantita fiebre. —Arrugó la nariz con confusión, se supone que debería de estar como nuevo.

—No os preocupéis, que estoy con la mejor curandera en ¡todo el reino! —exclamó con orgullo, sosteniendo las manos de su hija y depositando un casto beso en ellas.

Constantino tenía los ojos puestos en el cuerpo de Elvira, parecía tener unos pechos firmes y una estrecha cintura debajo de ese vestido, y estaba dispuesto a todo con tal de comprobarlo... Su más grande anhelo era robarle su virginidad.

Es que era una mujer exquisita, desde que tenía doce años le había puesto los ojos de encima, intentaba hacer que ella se sentara en sus piernas, y Fausto lo interrumpió, siempre la protegió de todos los rufianes que intentaban proponerle matrimonio a la pelirroja. Le ofrecieron vacas, ovejas, casas y el estúpido no aceptó y tampoco lo haría. Hasta que un día, cuando la niña tenía quince años, Fausto agarró una rama que utilizaba para prender el caldero y persiguió a un hombre que exigía ser el marido de Elvira hasta que lo golpeó, sus ganas de desposarla se olvidaron.

Y nadie más pidió la mano de su hija, pues le tenían un poco de miedo. Pasó una temporada hasta que los aldeanos regresaron en busca de su ayuda para sus enfermedades, se sentía bendecido, porque fue un tiempo difícil para la comida.

—Buenas... —saludó, removiéndose incómoda ante la exhaustiva mirada del hombre.

Ella ni siquiera lo había visto.

—Hola Elvira, ¿cómo estáis? —Se levantó coqueto, ella vio su panza abultada y sintió náuseas que se tuvo que tragar, aunque aceptó la mano que él le ofrecía como saludo—. Bueno, tengo cosas que terminar. Fausto, amigo, me tengo que ir. Al cabo, ya no me necesitáis, han llegado las manos más suaves.

Fausto tiró de su hija, alejándose, su instinto le exigía que no confiara en él, y tendría todas las alertas encendidas.

Elvira quitó la pañoleta de su cabeza mientras que iba hacia la cocina a preparar los antídotos que había perfeccionado de su padre. Ella leyó los cuatro diarios que tenía de él, revisando y memorizando todas las especies de plantas, así como sus habilidades curativas.

Un grito agudo llegó a sus oídos, le parecía extraño, por lo que se secó las manos con la falda de su vestido, estiró su cuerpo hacia la ventana, en busca de lo que sucedía. Aunque al escuchar que alguien estaba tocando a su puerta con desesperación, optó por dejar todas sus plantas sobre la mesa y caminar a la entrada.



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En el texto hay: castigo, dioses, medicina

Editado: 08.10.2023

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