Elvira estaba cada vez más preocupada por su padre, continuaba postrado en la cama, y parecía empeorar día a día. Ella había sido quien cuidó de los aldeanos a insistencia de Fausto, ya que lo único que quería hacer era cuidarlo a él.
—¿Cómo estáis, papi? —preguntó la pelirroja con los brazos cruzados sobre su pecho, recargando su hombro en el marco de la puerta.
—Un poco cansado, Elvi —admitió él, con los ojos cerrados.
El corazón de la pelirroja se aceleró por la preocupación, así que dio unas zancadas hasta sentarse al borde de la cama y al tocar la frente de su progenitor, esta estaba hirviendo.
—Papá, dígame qué es lo que debo de hacer, porque nuestros remedios no han funcionado —imploró con desesperación, con su corazón desbocado.
—No lo sé, mi amor, es que tampoco lo... Entiendo —tosió, empuño su mano, cubriendo sus labios—. Estaré bien, os prometo.
Elvira con el corazón destruido asintió con la cabeza, pues no deseaba preocupar más a su padre de lo que ya estaba. Alguien llamó a la entrada un par de veces, así que ella arrastró sus pies hacia allá, al abrir la puerta se encontró con Morfeo, que en sus manos llevaba una pequeña rama de manzanillas.
—Hola —saludó Elvira, agachando la cabeza, y llevando un mechón de su pelo atrás—. Gracias. —Sonrió con debilidad.
A Morfeo no le agradó la idea en la que ella parecía estar desanimada, por lo que dio un paso hacia al frente hasta que sus respiraciones se mezclaron. Él guió su mano hacia el mentón de la humana y la obligó a mirarlo, cuando sus ojos se encontraron, Elvira olvidó sus problemas por un par de segundos.
—También quiero decirte que se me enterró una astilla en la mana —añadió la deidad con naturalidad.
La pelirroja infló sus mejillas, ahogándose en una carcajada.
—No era necesario que te lastimaras para venir a mi casa —dijo entre risas, ya que no la pudo contener.
—¿Qué? —inquirió, pretendiendo estar ofendido— ¿Vos crees que me lastimo para venir?
—La primera vez fue la serpiente, luego el labio, la rodilla, la otra rodilla, el codo. Y ahora es una astilla.
—¿Me estáis acusando de lastimarme para venir a tu casa?
—Un poco, sí.
—Mi única cura es vuestra sonrisa. —Curvó sus labios en una, extendiendo la palma de su mano para que se lograse apreciar una pequeña astilla incrustada— ¿Cómo es que está vuestro padre?
—Mal, parece que cada día empeora y no sé qué pasa. Estoy horrorizada, porque... —tartamudeó con la voz temblorosa, sintiendo como el aire le estaba faltando.
Morfeo dejó caer el ramillo que traía, posó su mano detrás de la nuca de la humana y la atrajo hacia él, cuidando de no enterrarse más la astilla que él mismo colocó. Elvira se acurrucó en contra de su pecho, cerrando los ojos, aspirando el aroma de menta de la deidad.
No pudo evitarlo, y una lágrima se deslizó por la mejilla izquierda. Morfeo sintió su corazón partirse en mil pedazos cuando su camisa blanca se humedece un poco.
Un carraspeo de garganta la hizo estremecerse, así que echó la cabeza hacia atrás, limpiando la lágrima con la ropa de la deidad. Se sorprendió cuando vio a Constantino con las cejas rectas y el ceño fruncido, parecía que en cualquier momento podría asesinar al hombre que la sostenía en sus brazos.
A su futura esposa.
Sintió un revoltijo en el estómago y pasó saliva para poder tranquilizarse.
—Elvira... ¿Cómo siguió vuestro padre? —preguntó, posando sus ojos en el hombre que se alejaba de su mujer.
Aunque aún mantenía el contacto con ella, al cruzar su brazo por la cadera, tirándola hacia él. En cualquier momento Constantino iba a explotar de furia, por lo que no debía de verlos más. Y tenía que apresurar la muerte de Fausto para tomar su pertenencia.
Si por él fuera, apuñalaría al hombre en la cama, pero ¿cómo iba a consolar a la hija si estuviese dentro de la cárcel?
—Pues mal, está en la habitación, por si gustan pasar.
Sin decir ni una palabra más, el hombre calvo se dirigió hacia el cuarto del que era su mejor amigo. Él pronunció Fausto con los dientes apretados, y dejando de empuñar la mano.
—¿Por qué ese hombre está tan apegado a vuestra hija?
Fausto inhaló con profundidad, abrió solo un ojo para ver como Constantino se acercaba a una mesa, a prepararle una fusión para que se sienta mejor.
—¿Por qué estáis diciendo eso? Yo creo que es muy amable, todos estos días se ha lastimado a propósito para que mi hija lo cure —decretó con seguridad, y tosiendo.
—Pues no me gusta, es muy raro, jamás lo vi. Yo no creo que sea alguien para vuestra hija.
—No, difiero Constantino. Creo que Morfeo se está esforzando por atraer la atención de ella. Además, es un chico de su edad ¿Qué más necesito?
—Es que no, él no debe de ser una buena persona. Mi intuición me lo está diciendo —afirmó, revolviendo con el dedo índice el vaso.
—No, no creo. Me ha demostrado otra cosa.
Entretanto, Elvira llevó a la deidad al sofá de paja, sus rodillas se rozaban, pues el dorso de la palma derecha de Morfeo estaba sobre el regazo de la humana que intentaba encontrar la pequeña astilla. Ella acariciaba con un toque sutil por los dedos, buscando una incomodidad, ya que no estaba sintiendo nada.
—¿Esto os duele?
Morfeo sacudió la cabeza como negación.
—Es que no encuentro nada —farfulló con frustración, atrayendo con brusquedad la mano a la altura de los ojos, tal vez con un diferente relieve iba a encontrar algo—. Voy a aplicar un poco más de fuerza, por si os duele.
Morfeo asintió con la cabeza, le causaba ternura en la manera en que se encontraba desesperada por encontrarlo. Así que hizo un extraño ruido, cuando su dedo tocó con un poco más de fuerza la punta de su dedo índice.
—¿Lo encontré? ¡Lo hice! —vociferó con fuerza, extasiada.
Ni una astilla iba a poder más que ella. Así que prestó más atención sobre su dedo, oprimió un poco más, conteniendo la respiración y finalmente logró quitarlo. Al ver el tamaño diminuto, arrugó el entrecejo. Tan pequeño y causaba tantos inconvenientes.