Morfeo brincaba con un pie al ponerse el pantalón de pijama ¿Qué era lo que hacía la realeza ahí? Terminó de colocarse la parte superior para salir a indagar un poco más, en lo que Elvira terminaba de arreglarse. Él abrió la puerta. A los costados había tres caballeros a caballo de cada lado, sujetaban con firmeza la bandera del reino, y al fondo estaba una lujosa carroza de terciopelo color morado.
Se veían tan enormes a comparación de la morada y del espacio... ¿¡Dónde se encontraban las ovejas!? ¿Es que las han aplastado?
El hombre de corta estatura con una postura firme carraspeó su garganta, atrayendo la atención del aldeano, aunque parecía que estaba más ocupado buscando algo:
—Estamos...
—¿¡Dónde están mis ovejas!? —irrumpió la deidad, dejando boquiabierto al anunciante de enfrente.
Las ovejas se movieron detrás de los caballos, sacando la cabeza y Morfeo sintió que por fin pudo respirar con tranquilidad, su postura se relajó, dejando caer los hombros hacia al frente.
—Disculpe, joven. Estamos frente a la realeza, y necesito, aunque seáis un poco, respeto a vuestra reina. —Giró su cabeza hacia atrás, señalando la carroza con la barbilla, abriendo sus ojos cansados.
—Sí, os siento ¿Qué es lo que necesitéis? —preguntó con naturalidad, sin prestarle atención.
La jerarquización de los humanos todavía no le interesaba comprenderla, pero sabía que ella era de las figuras a las que se debían de respetar más, de lo contrario, lo tomaban como un insulto, mas no pensaba en eso cuando no encontró a las ovejas.
—Bueno... En eso estaba, pero vos me interrumpiste —inició otra vez el hombre pequeño, desenroscando el pergamino que llevaba en las manos—. Vuestra reina Afrodisia y el príncipe están aquí en busca de Fausto, necesitan hacer negocios.
La información la estuvo procesando, debido a que ya no se encontraba el humano que estaban buscando, por lo que no supo qué responder. En ese instante, Elvira salió, estaba despeinada, pero tenía una sonrisa contagiosa.
Morfeo no le importaban todos los humanos a su alrededor, así que le pasó los dedos por sus cabellos, intentando arreglar el desastre.
—Hola, ¿en qué os puedo ayudar a vuestra reina? —preguntó con respeto y curiosidad, intercaló la mirada entre el hombre bajo y en Morfeo.
—Estamos buscando a Fausto, ¿dónde puedo encontrarlo? —Enrolló otra vez el pergamino, colocándolo debajo de la axila.
La sonrisa que ella tenía se esfumó al segundo, agachando la mirada con pesadumbre, mordiendo el interior de su mejilla.
—Este... —titubeó, jugando con sus dedos un poco nervioso—. El señor Fausto es mi padre que, por desgracia, falleció hace unas semanas.
El hombrecillo todavía no sabía qué hacer, pues escuchó a los aldeanos informar ese acontecimiento, pero esperaba que no fuese real y solo hubiera existido una confusión.
—Esperadme un segundo. —Levantó el dedo índice en lo que retrocedía unos pasos antes de girar sobre sus pies para ir hacia la carroza, confirmar los hechos.
—Está bien, necesito hablar con ella. Estoy desesperada, y ya he hecho un viaje de medio día. —Asintió la reina, colocando la pequeña corona que llevaba puesta sobre sus mechones rubios.
El anunciante asintió con la cabeza antes de correr a su posición anterior, informando la entrada de su reina. El primer caballero llevaba una trompeta tocó unas cuantas notas en lo que le abrían la puerta a Afrodisia, bajando ella. Su largo vestido estaba siendo arrastrado por el suelo, no espero a que levantaran la cola. Le urgía hablar con la chica, pero debía mantener su elegancia.
Elvira se inclinó hacia su reina, cruzando sus piernas y extendiendo el largo del vestido. Morfeo hizo una mueca con confusión, apretó los labios en un hilo, pues no entendía esa costumbre. El hombrecillo se ofendió, sentía que se iba a desvanecer por lo que corrió detrás de los caballos, algunas colas de ellos se estrellaron en su rostro, nada le iba a impedir su objetivo.
Tomó el cuello de Morfeo por detrás, dando un brinco, obligándolo a hacer la reverencia, ¡que osadía de los aldeanos!
La reina ni siquiera lo había notado, ella solo estaba fija en la que parecía ser hija del curandero que le recomendaron.
—Su majestad —saludó ella, aún con la cabeza inclinada.
—Un placer —saludó la reina, con el mentón.
—¿En qué os puedo ayudar, su majestad? —Elvira recobró su postura, pero nunca la miró directo a los ojos.
Por otra parte, Morfeo estaba a un lado de ella con la mirada firme, parecía que no lograba entender lo que el respeto significaba para los humanos. La reina encarnó una de sus pobladas cejas al ver el atrevimiento de uno de sus aldeanos, aunque no le interesó en lo absoluto, porque tenía otras prioridades.
—Vengo a hablar con Fausto, pero me gustaría hacerlo en privado. —Apuntó la entrada de la casa.
Elvira asintió con la cabeza, moviéndose a un lado, permitiéndole el acceso. Afrodisia examinó cada rincón visible en una rápida mirada. El lugar parecía un poco sucio, y ni siquiera estaba terminado el piso. Al menos, para su fortuna, la sala sí. Tomó asiento en el sofá de paja y al instante se sintió incómoda, estupefacta de que aquella morada le pertenecía al mejor curandero.
—¿Gusta un vaso de agua, su majestad? —ofreció Elvira, después de entrar el pequeño hombre que anunció la llegada.
—No, gracias. Es urgente lo que tenemos que hablar con ustedes —replicó el hombrecillo sin dejar que su reina hablara.
La desesperación inundó el cuerpo de la reina, movía la pierna sin frenesí de un lado a otro.
—Mi hijo está muriendo con dolor y lentamente en la carroza —irrumpió la reina, intentando que las lágrimas no se escurrieran por sus mejillas, pero respiró con profundidad, intentando controlar el dolor que la estaba recorriendo por todo el cuerpo—. Nuestro médico de confianza no ha podido hacer que se mejore, una de mis sirvientas dijo que, de esta aldea, había un curandero que era lo mejor... Por la desesperación, y que el médico dijo que solo era cuestión de días para decir adiós, estoy aquí.