Una deidad sin control de sus habilidades era pesadilla para cualquiera que se cruzara en su camino.
La furia albergó su corazón, aún sosteniendo al cuerpo sin vida entre sus brazos. Las pupilas empezaron a tornarse en un color rojizo, limpió con fuerza las lágrimas con el dorso de sus palmas, dejando a su florecilla a un lado. Morfeo se levantó con firmeza, en un abrir y cerrar de ojos estuvo enfrente de la mujer que le respondió, sujetándola por el cuello en el aire con un vigor sobrenatural.
—¿Qué?, ¿qué? —balbuceó con miedo por el ser que tenía enfrente, intentó patear para librarse, pero no lo consiguió. Al contrario, la deidad apretó su agarre.
—Escúchame, ser despreciable ¿Quién os dijo que ella era una bruja? —rugió, esbozando una media sonrisa fría, levantando la barbilla.
—Fue Constantino, porque...
El miedo recorría a la aldeana la superó, orinándose encima, porque empezó el aire le faltaba en los pulmones. Morfeo la soltó, ella cayó en el suelo sobre las rodillas, tosiendo y acariciando su garganta con las manos temblorosas.
El dios se arrodilló en una pierna, recargando su codo sobre una. Mantenía esa sonrisa fanfarrona que helaba la piel.
—¿Por qué? —inquirió con tranquilidad, soltando un suspiro y dejando caer sus hombros hacia delante— ¿¡Por qué!? —exigió con fuerza.
—Es que el rey Francisco dijo que Elvira nos puso en la guerra —balbuceó, sin ser capaz de sostener la mirada.
—Pues ha desatado una guerra —aseveró, su piel pálida tenía más color.
La campesina mantenía los ojos en la tierra, rogaba al cielo que el demonio que tenía enfrente se marchara, pero no. Ese ser le quitó algunos mechones de la frente, su contacto era gélido.
—Vos me tenéis terror, ¿verdad? —se mofó, arrugando la punta de su respingada nariz— ¡Responde, mierda!
La mujer asintió con la cabeza lentamente, su cuerpo no dejaba de temblar ni un segundo.
—Pues así debió de sentirse Elvira.
Puso una de sus manos detrás de la nuca y la otra sobre el mentón, tronando su cuello y ella muriendo al instante. Por un segundo se sintió satisfecho, pero su venganza apenas estaba iniciando.
Y sabía quién sería su siguiente objetivo.
Un fuego empezó a expandirse por el perímetro de la aldea, los techos de las casas empezaban a incendiarse, tomando desprevenida a todo el pueblo, saliendo de sus moradas en busca de explicaciones. Debían de correr hacia el lago con grandes tinas para poder erradicar las llamas. Aunque quedaron perplejos al darse cuenta de que la casa de la bruja se encontraba en perfecto estado.
¿Es que eso era parte de un embrujo? ¡Cómo las brujas eran capaces de mentir! Pues la pelirroja era tan dulce.
—¡Pero no os quedéis quietos, esperando a que el incendio se extienda! —vociferó Constantino, tomando una tina, intentando cruzar el fuego arrojó una llama en su dirección, quemando la rodilla, parecía que tenía vida propia.
El hombre retrocedió un paso con sorpresa, cayendo al suelo, arrojando la tina hacia al frente y colocando las manos detrás.
—¿Qué está pasando?
—No sé, decidme vos —replicó Morfeo detrás de él, con tranquilidad, ignorando la lumbre empezaba a esparcirse por el perímetro—. Parece que el fuego quiere seguir terminando con vidas.
Todos los pueblerinos se quedaron congelados, el hombre tenía un aspecto aterrador, las venas resaltan en su cuello y brazo, sus ojos rojos daban en medio, y podía sentir cómo su cuerpo quemaba a larga distancia. Podrían jurar que él había sido el culpable de un incendio.
—¿Qué estáis diciendo? —titubeó Constantino, levantándose del suelo, aunque manteniendo una distancia, su estómago se revolvió—. No os podéis enojar, porque hemos curado al pueblo del embrujo.
—¡Que ella no era una bruja! —bramó con furia, al mismo tiempo las llamas iniciaron a hacer el círculo más pequeño, reuniendo a todos.
Aquello les confirmó a los mortales que él sí era el culpable del siniestro fuego.
—¡Vosotros la mataron! ¿Sienten pánico? ¡Pues ella lo debió de sentir peor! —añadió, acercándose al hombre que quería desposar a su florecilla, agachándose hasta estar a la altura de la mirada.
En ese momento, Morfeo podía leer a todos como un libro abierto. Las expresiones de inquietud que transmitía eran sorprendentes, lo llenaba de satisfacción.
—¿Qué es lo que está pasando? —preguntaron en un susurro.
—Queremos que Constantino nos diga la verdad —respondió con tranquilidad, caminando en círculos alrededor del hombre que había liderado la cacería.
—¿De qué verdad estáis hablando? —tartamudeó sin saber qué le aterraba más, que supieran la verdad o la presencia llena de brío de Morfeo.
—Vamos, sé lo que hiciste —insistió Morfeo sin conocer la verdad absoluta, pero sabía que, con un poco de presión, ese ser despreciable, lo escupiría.
Constantino pasó saliva una vez más, desviando la mirada y mordiendo el interior de la mejilla.
—Puede que os perdone la vida a todos aquí si tan solo vos me decís...
—¡Decidlo! —clamó un hombre con ira, intentando no estar cerca del fuego que cada vez se hacía más diminuto.
—¡Por favor!
—¿¡Quién os dio permiso de hablar!? —rugió, girando el cuello, fulminándolos con la mirada a cada uno.
Al instante, los labios de todo el mundo se quedaron sellados, agachando la mirada.
—¡Dilo! —refunfuñó Morfeo, avanzando hacia el hombre.
—¡Elvira no era una bruja y yo envenené a su padre! —Sus ojos estallaron en lágrimas, sin ser capaz de mirar a los aldeanos por la vergüenza— ¡Fue la culpa de Fausto, no quería que yo desposara a Elvira!
Los pueblerinos intercambiaron miradas con indignación, sin esperar ver aquel lado sombrío del hombre, que siempre se había demostrado tan gentil. Iban a abrir la boca, recriminándolo, con esperanza que la criatura que estaba al frente les perdonara la vida.