Sesenta y ocho años después
El monitor marcaba un ritmo constante, en la cama estaba postrada una mujer de cabello blanco, con un rostro arrugado, necesitaba oxígeno para respirar. Sus nietos tenían el corazón roto, pues había sido una fantástica abuela, y ahora saber que en cualquier momento podía pasar a un mejor mundo, eran conscientes que la vida era un ciclo, pero eso no evitaría que ellos se sintieran mal por su pérdida.
La mujer abrió sus ojos, esbozó una sonrisa débil, y apretó la mano de su nieta pequeña de seis años, quien parecía sufrir más.
—No estés triste, mi amor. De donde sea que me encuentre, siempre estaré aquí. —Levantó su brazo derecho, que no dejaba de temblar y apuntó su pecho, justo en su corazón.
—Pero, es que yo te quiero mucho.
La abuela tenía ocho nietos de sus tres hijos; dos mujeres y un hombre. Se había casado con su amigo de la universidad, Enzo, quien se animó a pedirle una cita como pareja después de años de amistad. Él se sentía un poco avergonzado, porque ella jamás mostró interés, por lo que pensaba que nunca iba a brindarle una oportunidad, hasta que él se armó de valor y le preguntó si podía darle una, Nicoletta vaciló, pero aceptó, iniciando una vida amorosa.
Enzo falleció unos años atrás por un ataque al corazón.
Nicoletta había sido una gran pediatra al graduarse, haciendo especialidades. Logró hacer operaciones complicadas, por lo cual se ganó el cariño inmenso de mucha gente, quienes consideraban una lástima que ella se retirara cuando ya sus manos no podían ser firmes y empezaba a tener pérdida de memoria sobre todos sus conocimientos adquiridos.
La hermana mayor de la pequeña apretó sus hombros, creían que la mejor opción era llevársela para tranquilizarla, ya que sus sollozos podían perturbar un poco a la mujer que necesitaba paz.
Minutos después la enfermera entró, les regaló una sonrisa, antes de avisar que el horario de visitas había terminado. Todos los chicos se acercaron a la cama, inclinándose y dándole un último beso de despedida, prometiendo que irían a visitarla al día siguiente.
Pasaron diez minutos cuando Nicoletta se quedó sola, sus párpados pesaban más, y poco a poco empezó a quedarse dormida mientras que al mismo tiempo que la máquina provenía un ruido seco, alertando a las enfermeras del hospital, la paciente estaba perdiendo la vida.
Ella terminó de cerrar los ojos, y al abrirlos, estaba parada, se sentía fuerte, sus manos se habían rejuvenecido. Sin poder creerlo, vio como la puerta se abría de golpe, entrando a la habitación un par de enfermeras para atender al cuerpo anciano de la cama.
Entonces lo entendió, ella había abandonado su cuerpo.
—Hola, otra vez. Tanto tiempo —saludó una voz profunda desde atrás que la tomó desprevenida, ella por la sorpresa se giró sobre su propio eje, notando como un hombre alto, pálido, con cabello blanco y ojos con heterocromía se acercaba a ella.
Sintió que una corriente eléctrica recorría la columna vertebral, pero no entendía el motivo, pues era la primera vez que lo veía.
—¿Quién eres tú? —Arqueó una de sus cejas con curiosidad.
—Déjame presentarme, soy Morfeo. —Tomó una de sus manos, luego se arrodilló enfrente y depositó un beso en el dorso de su mano—. Mucho gusto, Nicoletta.
—¿Y qué eres?
—Un dios, que ha venido por tu alma, para encaminarte a tu siguiente vida.
Nicoletta asintió con la cabeza, dibujando una sonrisa.
—Gracias, espero que mi siguiente vida sea tan buena como esta.
—Me alegra saber que tuviste una buena vida, eso era lo único que necesitaba.
La voz de la deidad se escuchaba con nostalgia, algo que ella no lograba de entender ¿Es que estaba cansado recoger las almas de todas las personas que han muerto?
—¿Y qué es lo que tenemos que hacer? —inquirió unos segundos después de que él la estudiaba con intensidad.
—Pues debo de llevarte a la fila de reencarnación, pero todavía no quiero —confesó él con las mejillas sonrojadas.
—¿Por qué no quieres? ¿Acaso me llevarás a recordar mi vida? —preguntó con ilusión.
—Si eso es lo que deseas, añoraba tu compañía.
—¿La añorabas? No recuerdo haberte conocido. —Arrugó el entrecejo con confusión.
Morfeo curvó sus labios en una sonrisa sin mostrar los dientes, tomó su mano, entrelazando sus dedos, tirando de ella hasta cruzar por la puerta, donde una luz brillante deslumbró su mirada por unos segundos. Nicoletta vio a una mujer que poseía una niña de ojos verdes y cabello rojo que repetía las sílabas que tenía en el pizarrón blanco.
—Tu mamá siempre te enseñó desde pequeña a leer, siempre has sido una geniecilla —dijo con orgullo Morfeo, palmeando con dulzura la cabeza de la chica que otra vez tenía veintidós años.
Nicoletta sintió un revoltijo de emociones en su estómago, pero no lograba descifrar porque su alma reaccionaba de aquella manera.
Morfeo dio un paso hasta estar detrás de ella, cubriendo sus ojos con las dos manos, al descubrirlos, la imagen de una Nicoletta de unos dieciocho años abrazando con fuerza a sus dos padres entre lágrimas, pues su vida en Milán iba a iniciar. Stella estaba a su lado, gritando con emoción, y prometiendo que iba a cuidarla.
—Amo a Stella, fue muy importante en mi vida —lloriqueó la pelirroja, que se le deslizaba una lágrima en su mejilla.
—Y para ella fuiste muy importante, su amistad duró hasta su último día de vida.
—¿También recogiste su alma?
Morfeo negó con la cabeza sin mirarla.
—Soy una deidad, no suelo recoger las almas de los mortales —informó con la mirada al frente.
Ella lo escudriñó por unos segundos, tenía una nariz puntiaguda y respingada. Una quijada muy marcada, era una deidad muy atractiva.
—¿Y por qué estás tú aquí?
Él no respondió, solo se encogió de hombros y empezó a caminar otra vez, demostrando otro episodio de su vida. La vez en que Enzo le pidió una cita, con ayuda de Stella, quien le recalcó que su mejor amiga era muy despistada respecto a ese tema, por lo que si él no era claro con su sentimientos, nunca tendría oportunidad.