Me senté en el borde de la cama, en el espacio libre, mientras Samuel dormía al otro lado. Agradecía que se pareciera más a mí, que su primera palabra hubiera sido “mamá” y no algo que pudiera recordarme a su padre.
—Tienes mucho que agradecer —me dije, tratando de convencerme a mí misma.
Me tumbé, intentando relajarme. Papá llegaría en cualquier momento, y tal vez lo de los apartamentos ayudaría a cubrir mis gastos de esta semana.
«Un problema a la vez», me repetí en silencio.
Las lágrimas se deslizaron sin permiso. Nunca imaginé que enamorarme resultaría tan caro. Tratar de dejarlo atrás se volvía inútil con mamá, recordándomelo cada día, con cada comentario que hacía.
Giré el rostro hacia Samuel, buscando consuelo en su pequeña figura, una sonrisa temblorosa apareció en mis labios.
—Perdóname, hijo, por odiar tanto a tu padre. Por el hecho de que nunca vas a conocerlo.
Me resistía a dejarme arrastrar por la tristeza, así que me levanté y fui a la computadora. Empecé a buscar trabajo en línea, pasando por las mismas páginas de siempre. Abrí Instagram, con una pizca de esperanza de que alguna de las ofertas a las que había aplicado tuviera respuesta. Pero en lugar de eso, lo primero que vi fueron las fotos de mi hermana.
Ella sonreía desde España, viviendo lo que parecía ser su mejor momento. No había ninguna foto de nuestro hermano mayor. Suspire profundo. Su viaje, pagado por mis padres, era un recordatorio constante de mis malas decisiones.
No era solo mi imaginación; mamá dejaba claro cada vez que hablaba de ella. Mi hermana, apenas un año mayor que yo, había sido “más lista”.
Además, siempre había tenido el apoyo de nuestro hermano mayor. A diferencia de mí, que no había sabido resistir la tentación de un… austríaco como Dietrich. Dolía pensarlo, pero dolía más justificarlo.
Cerré todas las aplicaciones con las mismas respuestas vacías de siempre. No había trabajo. Solo me quedaba esperar a papá.
Para distraerme, tomé el libro de crimen y misterio que Alejandra me había prestado y me puse a leer las últimas páginas. El romance ya no tenía cabida en mi vida.
Un par de horas después, ya había despertado, cambiado y alimentado a Samuel. Mientras preparaba la cena, lo observaba desde la cocina. Jugaba en la sala, sus pasitos cortos y torpes lo hacían parecer más pequeño de lo que era.
De vez en cuando, corría hacia mí, con preguntas imposibles de entender.
—¡Amaaaa, iitooatapalooomio imii abeea! —exclamaba, enseñándome su juguete con entusiasmo.
—Sí, mi amor, es un bonito carro —respondí, esforzándome por mantener la sonrisa.
Su risa era una luz en medio de tanta oscuridad. Salió corriendo de nuevo, sus hombros encorvados como si el mundo fuera demasiado grande para él. Momentos así hacían que todo valiera la pena.
Seguí con la cena, concentrada. Ya sabía qué hacer para evitar los comentarios de mamá. Cualquier descuido era una excusa para recordarme mis fallos.
Me lavé las manos y fui a jugar con Samuel. Su risa era tierna, contagiosa, por un momento me permití olvidarme de todo. Pero el sonido de la puerta me obligó a levantarme.
Mis padres habían llegado, parecían haber ido de compras.
—Buenas noches, papá —saludé, tomando las bolsas que me tendía—. Hola, mamá.
Papá se dirigió a Samuel con una sonrisa cansada. Mamá, por su parte, empezó a revolver las bolsas, buscando algo.
—¿Van a cenar ya? —pregunté, dejando el resto de bolsas a su lado.
—No, acabamos de comer, gracias al dinero que nos envió tu hermana. ¿Ves? Ella está de vacaciones, pero sigue pensando en nosotros, valorando nuestro esfuerzo.
Quería desaparecer. Me dolía escuchar cómo alababan a mi hermana por todo lo que yo no había hecho. Busqué una excusa y me dirigí a la cocina, fingiendo que necesitaba agua. Cuando regresé, llevé jugo para todos y me senté con papá y Samuel en el suelo. Mamá miraba emocionada sus nuevas prendas.
—Papá, sé que estás cansado, pero mamá mencionó algo de unos apartamentos…
—Ah, sí —me interrumpió, sacando un papel de su bolsillo—. Aquí tienes la dirección, los números del jefe y su nombre. Llega temprano y di que eres mi hija. Si lo haces bien, podrían seguir llamándote para limpiar apartamentos.
—Gracias, papá —respondí, mirando la información escrita.
No podía evitar sentir el peso de las expectativas. No planeaba quedarme limpiando apartamentos para siempre, aunque ellos parecían pensar que eso era lo mejor que podría aspirar.
Más tarde, pidieron que sirviera la cena. Como siempre, mamá no dejó pasar la oportunidad de quejarse: “Pudo tener un hijo, pero no sabe lo básico de mantener un hogar”. Ya estaba acostumbrada a esos comentarios.
Alimenté a Samuel y me obligué a comer para evitar una discusión sobre el desperdicio de comida. Dejé la cocina impecable antes de salir. Mis padres seguían en la sala, viendo las noticias, mientras Samuel seguía jugando. Lo cogí en brazos y nos despedimos.
Lo bañé y luego pasé horas intentando que se durmiera. Le canté, le leí cuentos, jugamos, pero no fue hasta la una de la mañana que finalmente se quedó dormido.
Ya me había acostumbrado a esta rutina. No había tenido tiempo de responder a los mensajes de Alejandra más temprano.
Dormí un par de horas antes de levantarme a las cuatro de la mañana. Samuel seguía dormido. Me deslicé hacia la cocina, para preparar el desayuno y llevar algo de comer.
Mamá se levantó una hora después, sin decir una palabra. Se movió por la cocina, abriendo ollas y mirando con desaprobación.
—¿Podrías cuidar a Samuel hoy? —pregunté, sabiendo ya la respuesta.
—Déjalo todo listo.
—Gracias —murmuré, aunque en realidad no era lo que quería decir.
Era el trabajo que querían para mí, y yo necesitaba el dinero. Terminé de empacar y dejé todo listo para Samuel. Mamá entró a buscarlo mientras me peinaba el cabello.