El capricho de papá

#3

Alejandra no pudo ocultar su emoción, su voz se sintió llena de júbilo cuando respondió:

—¿Estás hablando en serio? ¡No puedo creer que por fin te hayas dado cuenta!

Por un momento, mi tristeza pareció disiparse, pero apenas abrí la boca para responder, sentí cómo las lágrimas comenzaban a amenazar con salir. Me tomé unos segundos antes de hablar, mordiendo el interior de mi mejilla, intentando no desmoronarme.

—Alejandra… —mi voz tembló, y tuve que tragar saliva antes de continuar—. Estoy tan cansada. Siempre he sabido que no podía seguir así, pero… no es fácil. No podía darme el lujo de buscar adónde ir sin saber quién cuidaría a Samuel, sin tener dinero para sobrevivir. Quizá esto le dé a mamá un descanso de… de mí.

Hubo un breve silencio antes de que Alejandra hablara de nuevo, su voz más suave, esta vez, como si pudiera sentir mi dolor a través del teléfono.

—¿Por qué no vienes y pasas el día conmigo? Hoy no trabajo y estoy haciendo un poco de todo en casa. Podrías relajarte un rato, antes de ir a verificar lo de la empresa.

Miré hacia la sala, llena de cosas que parecían gritar “desorden”. Me dolía la espalda y el cansancio se aferraba a mis huesos. Pero la idea de ver a Alejandra, de ir a esa empresa y alejarme de la casa, aunque solo fuera por unas horas, me podía más.

—Sí… sí, iré en unas horas. Tengo que dejar la casa en orden, lavar la ropa de Samuel… —me quedé pensando en la lista de cosas que necesitaba hacer—. También investigaré sobre esa empresa, para tener una idea.

—Haz lo que necesites. Aquí te espero. Y dale un beso al príncipe de mi parte.

Colgué antes de que Alejandra pudiera escuchar el sollozo que escapó de mi garganta. Dejé caer el teléfono y me senté, sintiendo el dolor agudo en la parte baja de mi espalda. Samuel seguía dormido, su respiración suave llenaba el silencio.

Busqué el papel con el nombre de la empresa. El hombre tenía razón; el lugar existía, aunque quedaba lejos. Conseguir ese trabajo sería perfecto, tenía que intentarlo. Con un destello de esperanza, preparé el desayuno de Samuel y lo dejé en el microondas, luego empecé a lavar su ropa, comencé hacer cuanto pude, mis movimientos, ya guiados por la rutina, me eran de gran ayuda.

Había perdido peso después de tener a Samuel, y mi cabello rojizo, ahora más fino, caía en mechones sobre mi rostro. Aun así, trataba de mantenerme arreglada, aunque hacía mucho tiempo que no me compraba más que una blusa nueva. La vida no me daba tregua, pero no podía permitirme parar.

Mientras barría, la dulce voz que siempre me hacía sonreír, se escuchó a cierta distancia, me buscaba.

—¡Mamá, ami! —Samuel corría hacia mí con su sonrisa deslumbrante, su pelo rojizo desordenado, me hizo reír.

Solté la escoba y me arrodillé para recibirlo. Lo llené de besos haciendo que su risa resonara.

—¿Cómo haces para saltarte todas las barreras, eh? —le pregunté, abrazándolo fuerte—. Te dejé muchas almohadas para evitar que salieras o te lastimaras, debes darle tregua a mamá.

Levantó su rostro de mi hombro y me besó la mejilla. Ya reconocía eso como su forma de decirme que todo estaría bien. Que aunque el mundo se desmoronara a nuestro alrededor, siempre nos tendríamos el uno al otro.

—¿Quieres ir a ver a la madrina? Vamos a salir, mi príncipe. Pero primero, desayuna mientras termino aquí.

Agitó sus manos y miró hacia la habitación de mi madre.

—¿Abela?

—La abuela no está, amor. Vamos a desayunar primero.

Le limpié el rostro y lo senté con su desayuno. Mientras él comía, yo trataba de terminar el aseo. Lo observaba de reojo, maravillada por cómo, a su corta edad, podía ser tan cuidadoso al comer, sin hacer un desastre. Era algo tan simple, pero verlo tan concentrado y tranquilo me llenaba de la paz que mi situación me robaba.

Finalmente, estábamos listos para salir. Justo cuando abría la puerta, mamá entró. Me miró y luego sonrió en lo que entendí como una burla.

—¿A dónde llevas al niño con este frío? —preguntó sin molestarse en ocultar su desaprobación.

—Vamos a donde Alejandra. Dejé todo en orden, pero no hice almuerzo porque…

—Claro, como si alguna vez hicieras algo sin que te lo digan. Déjame al niño.

Sentí una punzada de frustración mezclada con resignación. No quería discutir.

—Mamá, lo llevaré conmigo. No quiero que luego llore y te estrese.

Ella frunció el ceño, su mirada se endureció.

—He criado a tres hijos. No necesito que insinúes que no sé cuidar de mi nieto. Pero claro, como vas a ver a esa amiga tuya que no sirve para nada, ahora ya no me necesitas. Espero que cuando realmente tengas algo importante que hacer, sea ella quien te cuide al niño.

Tomé aire profundamente, tratando de no dejar que las palabras de mamá me afectaran. Pero siempre lo hacían. Siempre encontraban una manera de penetrar, de quedarse allí, dolorosamente presentes. No podía evitar pensar que me odiaba, y eso aunque tratara de controlarlo, me lastimaba en lo más profundo de mi ser.

—No es eso, mamá. Solo quiero que no te agobies si él empieza a llorar… —empecé a decir, pero ella ya se había dado la vuelta, dejándome con la palabra en la boca.

Samuel extendió los brazos hacia ella, pero no se detuvo. Lo abracé más fuerte, sintiendo el calor de su pequeño cuerpo contra el mío. Salimos a la calle, y el frío golpeó mis mejillas. En el TransMilenio, Samuel se acurrucó a mi lado. No había espacio, pero alguien me cedió su asiento, quizás por la expresión en mi rostro o porque veían el cansancio en mis ojos.

Samuel murmuraba palabras mientras jugaba con el collar que pendía de mi cuello con su fecha y foto. Yo lo abrazaba mientras pensaba en una vida diferente, en una donde no sintiera a mi madre como mi enemiga. De vez en cuando, él giraba hacia mí y decía “mamá”, y luego me besaba la mejilla o donde alcanzara a hacerlo.

Cuando llegamos, Alejandra ya nos esperaba en la parada. En cuanto Samuel la vio, agitó los brazos, llamándola “Aeja, Aeja”, como solía hacer. Lo bajé para descansar un poco la espalda, y él corrió hacia ella con una risa contagiosa.




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