El capricho de papá

#4

—Lo sé —respondió, siguiéndole el juego a Samuel—. Iremos a comer algo después de que firmes el contrato. No quisiste almorzar.

—No es que no quisiera, en casa es fácil perder el apetito. Pero sí, vamos, así aprovecho y le compro algunas cosas a Samuel.

Ella asintió, bajó a Samuel de sus brazos, y caminamos hacia el área de recursos humanos. El ambiente era amable, y la mujer que se presentó como Daniela Castro, quien afortunadamente era colombiana, me explicó de nuevo todo el proceso: los pagos, los horarios y el día de descanso, que generalmente sería el domingo.

Me entregó el contrato, y mientras lo leía, Alejandra se ocupaba de Samuel. Daniela respondía cada una de mis preguntas con calma y profesionalismo. Al cabo de media hora, finalmente tomé una decisión importante.

Ya habría tiempo de resolver lo del transporte y los pasajes. Sentía una emoción que no pude ocultar mientras me levantaba de la silla.

—Estaré aquí mañana a las siete en punto. Gracias, Daniela.

—Bienvenida a bordo, Mariam.

Salí con una sonrisa y me agaché junto a Samuel, para acariciarle las mejillas.

—Perdóname por la rutina a la que te voy a someter.

Como si lo entendiera, me extendió los brazos, me dio un beso en la mejilla y se alejó con sus pasitos torpes.

—Amos Aeja, amos —decía, extendiendo la mano hacia las escaleras.

—Vamos, príncipe —respondió ella, tomándole la mano mientras caminaba con él.

Ellos iban delante de mí. Me quedé observando a mi alrededor una vez más: los empleados, el ambiente… pero sobre todo el lugar en el que Samuel formaría parte de esta nueva etapa. No había duda, me esforzaría para que todo funcionara.

Tomamos un taxi y Alejandra insistió en pagarlo. No protesté, sabía que necesitaba el dinero para comprar abrigos para Samuel. Comimos algo rápido y luego nos pusimos a caminar despacio, adaptándonos al ritmo de mi hijo. Compramos lo que necesitaba para él y también lo que Alejandra tenía que comprar.

Consciente de que ya tendría mejores oportunidades, decidí no comprar nada para mí. Nos fuimos a casa de Alejandra un par de horas después. Samuel llegó dormido. Aunque tenía mil cosas que decir, preferí escuchar lo que Alejandra quería contar; así despejaba mi mente.

Revisé mi teléfono: mi madre me pedía comprar algunas cosas para la despensa. Mi hermana, que rara vez me escribía, me reclamaba por mi actitud hacia nuestra madre. Nunca habíamos tenido una buena relación; fui la no planeada.

Pasamos las horas hablando, riendo, sin mencionar el futuro. No quería ilusionarme, no otra vez.

—¿Por qué me miras así? —pregunté cuando su mirada inquisitiva me hizo sentir incómoda.

—Sé que no te gusta hablar del tema, pero te veo con Samuel, y no puedo evitar preguntarme qué harías si Dietrich apareciera. ¿Qué harías si descubriera que tienen un hijo?

—Yo tengo un hijo, Alejandra, no él. Tú has visto todo lo que he soportado. Me opuse a mi madre cuando quiso que abortara, y desde entonces, he aguantado todo: sus berrinches, sus problemas de salud. ¿Crees que haya alguna forma de que permita que Samuel lo reconozca como padre después de lo cobarde que fue?

—No puedo dejar de pensar en lo que habría pasado, si lo hubieras enfrentado, si le hubieras dicho que…

—No merecía saberlo. Me engañó, Alejandra. Tuvo ocho meses para decirme que tenía otra vida, que iba a casarse. Está bien, no nos entendíamos del todo por el idioma, pero pudo encontrar la manera. Si le hubiera importado, me habría buscado. Le hice un favor al desaparecer.

El gesto de desacuerdo en su rostro me irritó un poco.

—¿Lo estás defendiendo? —le pregunté, poniéndome de pie.

—No, no es eso. Solo digo que tal vez sí te buscó, pero lo bloqueaste, desapareciste. Sabes bien que nunca diste tu dirección real en la empresa.

—Eso no justifica lo que hizo. No quiero que terminemos disgustadas. Mejor dejemos el tema. No va a volver, y mi hijo nunca lo conocerá.

—Tienes razón, es mejor dejarlo. Ese austriaco quedó en el pasado y tú estás empezando algo nuevo. Oye, lo he estado pensando: ¿y si nos mudamos las dos? Los tres, contando a Samuel. Compartimos los gastos y buscamos algo cerca de tu trabajo.

La miré, sorprendida.

—¿Lo dices en serio? —pregunté, emocionada por la idea de salir de casa.

—Claro, no tenemos nada, pero así empiezan todos, ¿no? Podemos ahorrar dos meses de sueldo, bueno, tú un poco menos por Samuel, pero para el tercer mes ya podríamos mudarnos.

—Nada me gustaría más. No diré nada en casa por ahora, seguro que mi madre me echaría antes. Parece que quiere que me vaya, pero se enfurece cada vez que menciono algo sobre eso.

La conversación siguió fluyendo, y aunque habíamos dicho que no haríamos planes, juntas era imposible. Me sentía como la chica de años atrás, la que era antes de estar lamentando haberme enamorado del tipo equivocado. Aunque ahora sabía que todavía tenía mucho por hacer.

Había cumplido 21 hacía unos meses, y aunque a veces me sentía perdida, cada vez que veía a mi pequeño príncipe, encontraba el camino de nuevo.

Cuando la tarde finalmente cayó, Samuel despertó y decidí que era hora de volver. Alejandra insistió en pagar el taxi, y con la convicción de que pronto podría devolverle el favor, acepté.

Suspiré al llegar a casa. Caminé con Samuel y las compras. Estaba lista para tocar la puerta cuando esta se abrió de golpe. Ver a mi hermana allí fue suficiente para hacerme suspirar de nuevo.

—Buenas tardes —saludé, evitando cualquier conversación innecesaria.

—Mi amor, ya te cumplí el antojo —escuché a mi madre desde la cocina—. Ya veo que llegaste.

Se acercó, le dio un plato a mi hermana y saludó a Samuel.

—Te fuiste de compras, creí que no tenías plata.

—Era lo que pretendía ahorrar. Me dieron el empleo y podré llevar a Samuel —dije, esperando su inevitable reacción.

El silencio de mi madre, sumado a ver a mi hermana salir corriendo, me hizo analizar la situación.




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