El capricho de papá

#6

—Ojalá en el infierno —respondí, acomodándome el bolso en el hombro con una mueca de desprecio.

—¿Vives cerca, Mariam?

—Eso quisiera, pero no, me iré en taxi.

—¡Por Dios, mujer! Si será así, apenas te quedará para sobrevivir.

—Lo sé, pero por ahora no tengo otra opción. Una amiga y yo planeamos mudarnos cerca en cuanto podamos.

—Hoy es tu día de suerte. Vivo a dos calles y sé que están alquilando unos apartamentos amoblados en el edificio, aunque son un poco caros. Pero si son dos, podría convenirles. Deberías ir a verlos.

—Me encantaría, pero ahora es complicado. No quiero que Samuel se resfríe, y ni siquiera sé si este trabajo será fijo. Además, los apartamentos amoblados suelen ser más caros.

—Sí, pero el fin de semana podrías darte una vuelta. Y sobre el trabajo, no te preocupes. Ellos te necesitan más de lo que tú los necesitas. El jefe anterior siempre priorizaba eso, y aunque no sabemos cómo será el nuevo, si tiene hijos, seguro será una buena persona.

—Eso espero. Lo hablaré con mi amiga, aunque debo pensarlo bien. Me urge mudarme, pero también debo ser sensata.

La conversación siguió hasta la salida, donde Valeria me ayudó a tomar un taxi. Durante el trayecto, reflexioné sobre la oferta. La idea era buena, pero para Alejandra y para mí, seguiría siendo un gasto considerable.

Al llegar a casa, abrigué bien a Samuel y llamé a la puerta con las manos ocupadas con el bolso. Nadie respondió. Hice malabares para entrar, sentí inquietud. La casa estaba en silencio y a oscuras. Revisé cada habitación para asegurarme de que no hubiera nadie.

Finalmente, dejé a Samuel en la cama, llamé a papá, quien me informó que estaban cenando con el prometido de Laura. Después de colgar, fui al baño, dejé a Samuel bien arropado y me preparé algo ligero para cenar.

Me duché y me tiré en la cama, sintiendo agotamiento, pero a la vez alivio. Había sido un buen día; Samuel había sido bien cuidado y tenía nuevas esperanzas. Le conté a Alejandra sobre los apartamentos, y quedamos en ir a verlos el domingo.

Justo cuando me estaba quedando dormida, unas risas estruendosas nos despertaron asustando a Samuel. El prometido de Laura debía estar en casa. Samuel quiso salir, pero lo mantuve cerca. Me quedé con él un rato, deseando compensar el tiempo que no habíamos pasado juntos durante el día.

Esa noche nos dormimos tarde. Nadie de la familia se acercó a ver cómo estábamos. Al día siguiente, nos levantamos más tarde, ya que solo debía hacer leche a Samuel, en la guardería lo alimentarían, así evité los sermones de mi madre.

Los siguientes días siguieron la misma rutina. Lo que me dolía era la indiferencia que mostraban hacia mi hijo. Sabía que si me pasaba algo, no podría contar con ellos. No fue hasta el domingo, cuando por fin pude descansar, que los vi. Iban de camino al hotel del prometido de Laura. El saludo fue frío y apenas nos dieron información. Samuel, como si entendiera la situación, no les mostró el más mínimo interés.

Después de desayunar, me fui a la casa de Alejandra.

—Hablemos un poco y luego vamos a ver los apartamentos. No puedo creer la actitud de tus padres —dijo ella, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—Yo fui un accidente, y encima esperaban que fuera un varón. Sienten que desperdiciaron todo conmigo porque ahora tengo a mi hijo.

—Pero deberían estar felices, ¡es un varón! Además, no es como si te mantuvieran. Prácticamente, pagas renta en esa casa. Lo que están haciendo con Laura dice mucho de ellos.

—No importa. Pronto me iré y les daré paz.

—Lo sé. Oye, ¿y cómo va todo con tu jefe el francés?

—¿Te interesa Cade? Parece un buen tipo, pero esos suelen ser los peores —reí, lanzándole una almohada con suavidad.

—Para ti todos son iguales. Vamos, veamos esos apartamentos.

—Sí, todos son iguales, sobre todo esos. Además, Cade no es el jefe, este aún no llega, te avisaré para que lo visites.

—No gracias, no me interesan los casados y menos con hijos.

Agaché el rostro algo avergonzada.

—No te pongas así, no sabías que el idiota estaba comprometido. Mejor vámonos.

Tras varias estaciones y cambios de transporte, finalmente llegamos a la dirección que Valeria había indicado. Nos encontramos con una portería pequeña, con paredes de un gris claro y un suelo de baldosas limpias. El portero, un hombre mayor con una sonrisa amable y un chaleco de seguridad, nos recibió y se ofreció a avisar al propietario. El vestíbulo tenía un aire acogedor, con una pequeña área de espera y una planta decorativa en la esquina.

Unos minutos después, Valeria nos recibió con una sonrisa cálida y nos llevó con el dueño del apartamento. Subimos por un ascensor antiguo que crujía ligeramente, y al llegar al apartamento, entramos en un pasillo que olía a madera pulida. El apartamento era espacioso, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz del sol, y decorado con un estilo clásico. La sala de estar estaba amueblada con sofás cómodos y una alfombra persa, y las paredes estaban adornadas con cuadros sencillos pero elegantes.

—¡Profesor Leonardo! —exclamé al reconocer al hombre que me había dado clases en la secundaria.

Se veía un poco diferente, debía tener unos sesenta años, tenía el cabello gris y una barba bien cuidada, se volvió hacia mí con una expresión de sorpresa y agrado. Su porte seguía siendo el mismo, formal, pero accesible.

Su suéter de lana y pantalones oscuros complementaban su aspecto de profesor. No pude evitar preguntarme si aún seguía dedicado a la docencia.

—Qué pequeño es el mundo —dije, dándole un abrazo amistoso—. Él es mi hijo, Samuel.

El profesor se acercó a Alejandra y la saludó cordialmente con un apretón de manos.

—Así que tú eres la que quiere alquilar mi apartamento.

—Eso espero, pero depende de usted y de que mis ingresos sean adecuados.

Me miró detenidamente, con una expresión pensativa.




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