—No… no ahora, por favor, no ahora… —las palabras escapaban de mis labios sin que pudiera detenerlas, una súplica casi inaudible que apenas resistía el temblor en mi voz. De repente, el rostro de Samuel inundó mi mente y lo supe: tenía que ir por él e irnos.
Mis pies se movieron por inercia, rápidos y torpes, sin detenerme ni un segundo a procesar las miradas a mi alrededor. El aire se sentía denso, cada respiración era un esfuerzo colosal por no quebrantarme.
Al llegar a la guardería, Valeria me abordó antes de que pudiera asimilar su presencia.
—Vamos, amor, tenemos que irnos —murmuré apretando los dientes, levantando a Samuel de un tirón, ignorando cómo se reía feliz mientras jugaba.
—¿Qué haces, Mariam? —la voz de Valeria se deslizó entre la confusión, mientras me lanzaba una mirada desconcertada. Miró su reloj y, antes de que pudiera reaccionar, me agarró del brazo—. ¿A dónde lo llevas?
—Tengo que irme —respondí, tratando de avanzar. Mi respiración estaba entrecortada y los latidos de mi corazón podían escucharse.
—Mariam, no es tu hora de salida, ¿vas a dejar el trabajo? —Valeria tensó más su agarre, buscando mis ojos—. ¿Te despidieron?
Mi silencio fue mi única respuesta. Seguí caminando, con Samuel apretado contra mi pecho, con el único pensamiento de que tenía que protegerlo.
—Mariam, no nos conocemos bien, pero está claro que necesitas este trabajo. —Su tono cambió, ya no era de simple curiosidad, sino de preocupación, como si supiera la necesidad que estaba intentando sofocar con mi estancia en el lugar—. Es una gran oportunidad. Samuel está contento aquí, ¿vale la pena dejarlo todo? Tienes planes, me los contaste. ¿Qué ha pasado?
Samuel se aferró a mí con sus pequeñas manos, su suave respiración junto a mi cuello era lo único que me mantenía de pie.
—Mamá… —susurró contra mi piel.
Me detuve al llegar a la puerta. Una mezcla de rabia, dolor y protección me recorrió por completo. Él era lo único que importaba.
—Mi amor —murmuré con el corazón en la garganta—, tú lo vales todo. Él fue quien me mintió, quien me traicionó. No voy a permitir que te descubra.
Valeria dio un paso adelante, su rostro una mezcla de intriga e incomprensión.
—Mariam, ¿qué sucede? —preguntó, con la voz baja, como si temiera lo que pudiera decir.
Mis ojos ardían de lágrimas no derramadas. Ya no podía sostenerlas más.
—¿Me prestas el baño? —mi voz se quebró. Apenas pude mirar a Valeria, y extendí mis brazos para entregarle a Samuel—. ¿Puedes cuidarlo unos minutos?
—Sí, claro, tú ve… luego hablamos. Si necesitas algo, estoy aquí.
Le fingí una sonrisa, apenas una sombra de un esfuerzo fallido, y caminé hacia el baño de adultos. Dentro, el sonido de los niños jugando resonaba como un eco distante.
Me encerré, dejándome caer sobre la tapa del escusado, mi cuerpo finalmente liberando el peso invisible que cargaba. Las lágrimas cayeron pesadas, ardientes, sin consuelo.
«No puedo perder este trabajo. No puedo… no ahora».
Mis pensamientos eran un torbellino caótico. Miré al techo, con los ojos entrecerrados por las lágrimas.
—¿Qué quieres de mí, Dios? —murmuré, pero el vacío respondió.
Respiré hondo, como si el aire estuviera lleno de espinas que arañaban mi garganta al entrar. Recordé a mi familia, sus rostros llenos de juicios y reproches. El futuro que anhelaba para mí y Samuel, esa posibilidad de estudiar, de mudarme, de comprar ese apartamento y demostrarle a mi madre que no había cometido un error al tener a mi hijo, que al igual que yo, para ella, él no era un error.
Me incliné hacia adelante, apretando los puños con tanta fuerza que mis uñas dejaron marcas en mis palmas.
—Tú puedes… tú puedes… —las palabras se volvieron un mantra, un grito interno que se ahogaba dentro de mí.
No sé cuánto tiempo estuve allí, pero el sonido de la risa de Samuel, su inocencia, su alegría… eso fue lo que me levantó. Me acerqué al lavabo, el rostro pálido que me devolvía la mirada en el espejo apenas se parecía a mí.
—¡Idiota! ¡Tiburón de charco! —susurré con odio, golpeando el borde del lavabo con mis manos—. ¿Por qué tienes que aparecer ahora?
Suspiré, largo y profundo, como si intentara arrancarme el miedo del pecho. Me lavé el rostro y recogí mi cabello en un intento de recomponerme. No era tiempo de caer.
—Puedes hacerlo —me dije a mí misma—. Sal y actúa como si no existiera. Hazlo por Samuel. Gracias, Dios, por este trabajo… pero, ¿por qué ahora?
Caminé de un lado a otro en el pequeño baño, cada paso una pequeña descarga de energía.
—Ojalá hubieras podido encontrarme realizada, fuerte, no así… no ahora. Pero no tienes opción, sal ahí y has de cuenta que nunca existió —me dije antes de escuchar su voz en ese salón.
El mundo pareció detenerse. Mi corazón martillaba en mis oídos cuando lo oí saludar a Valeria. Su español, mucho más fluido de lo que recordaba.
Abrí la puerta del baño lentamente, mirando con cautela hacia donde estaban. Lo vi caminando hacia la salida. Estaba solo, quizás haciendo un recorrido por la empresa. Mi cuerpo se tensó.
—Arrito, vroom vroom —la voz de Samuel me estremeció, mi sangre se congeló.
Samuel corrió hacia él, sosteniendo su carrito azul con orgullo.
—No, no, no…
Lo vi girarse. La forma en que miró a Samuel me heló por dentro. Su atención estaba fija en mi hijo, como si tratara de recordar algo. Algo… lejano. Samuel levantó el carrito, insistiéndole.
El mundo se detuvo cuando lo vi levantar a mi hijo en brazos.
—¿Cómo te llamas, pequeño? —preguntó con una voz extrañamente suave, que me provocó escalofríos.
—Samuel, él es el pequeño y tierno Samuel —Valeria se acercó, aparentemente encantada, pero él apenas le dedicó una mirada.
Sus ojos solo estaban en Samuel.
—Papá, uega arrito… vroom —Samuel movía el carrito frente a él, como si el hombre que lo sostenía fuera solo otro adulto confiable en su pequeño mundo.