Veo cómo los mechones castaño rojizo, largos y ondulados, caen en el lavamanos y no siento ningún remordimiento, pero sí un odio agrio y denso al apreciar el moretón en el pómulo que refleja el espejo. Me trago las lágrimas de rabia y sigo cortando. Las tijeras no me tiemblan y mi mano está firme.
Menos mal no le he tenido apego a mi cabello, no como mi madre, que se desvivía por verlo largo, brillante y hermoso.
Ahora tengo la dicha de despojarme de eso que ella cuidó más que a su propia hija.
Respiro profundo y dejo las tijeras sobre la toalla para examinarme una última vez.
Comparo mi nuevo corte con el de la revista abierta a mi lado derecho y asiento para mí. Ha quedado muy bien para ser mi primera vez. Sonrío orgullosa y apoyo las manos en cada lado del lavamanos.
—Ya no te llamas Ghita Blessington. —Carraspeo y modulo mi voz para volverla más tensa, ronca y masculina—. Ahora te llamas Abel Greenwood. —Profundizo en mis ojos—. Abel Greenwood —repito hasta que he perdido el tono femenino, y mi sonrisa se ensancha—. Hola, me llamo Abel Greenwood y vengo de… —presiono los labios y dudo— Maine.
Me enderezo y reflexiono mientras golpeo mi barbilla con el índice.
Maine está a gran distancia de donde planeo irme en unas pocas horas en autobús y también está lejos de la casa de mis padres, mi antigua vida.
—Abel Greenwood, de Maine —me digo en voz baja, y cierro los ojos—. Abel Greenwood.
Me interiorizo el nombre hasta que lo siento mío desde nacimiento y luego recojo los mechones para lanzarlos al bote de basura pensado que crecerá de nuevo, que en seis meses quizá esté más allá de los hombros, si es que lo dejo crecer, aunque lo dudo porque ya siento la comodidad de tenerlo tan corto. Por último, regreso la revista a la mesita de noche y saco de las bolsas de compras las prendas de segunda mano.
Observo la camiseta de una banda vieja de rock y los pantalones de mezclilla rotos en las rodillas en conjunto con una chaqueta oscura. Debo verme como un joven que escapó de su hogar y decidió hacerse una nueva vida. Y claro que también compré ropa acorde a lo que planeo trabajar, a pesar de que no tengo experiencia alguna.
Dejo caer la toalla y me visto lo más rápido que puedo.
Después regreso al baño para contemplarme una vez más en el espejo.
Las lágrimas me saltan y se me enrojecen los pómulos.
Esa persona que me devuelve la mirada no soy yo, definitivamente.
Y no quiero largarme a llorar por haber perdido la pequeña feminidad que conservaba, sino porque podré ser libre al fin, sin ataduras que me obliguen a formalizar un matrimonio con un hombre déspota, que a la primera negación me golpeó, me humilló y me insultó, que pretendía enjaularme como mis padres lo habían hecho desde que empecé a entender qué es el mundo, que solo ama el dinero que está detrás de mi apellido, siquiera detrás de mí como persona.
Ya no siento esas cadenas gruesas y pesadas que me rodeaban las muñecas, el cuello y los tobillos.
Esbozo una sonrisa temblorosa y me enjuago las mejillas.
Mi madre sí tiene razón en algo: ser poco agraciada y con pocos rasgos femeninos, por no decir nulos, me vuelve camaleónica.
En este momento, parezco un hombre de entre veinte y veinticinco años, delgado, con músculos que se le aferran a los huesos a duras penas, no tan alto según el promedio, pero sí más que muchas mujeres, pálido y con pecas poco vistosas, de cejas no tan gruesas ni delgadas, con la nariz como el pico de un halcón, de labios finos y ojos verde esmeralda que refulgen con diversión.
—Valió la pena aprender a usar tus características andróginas, Abel Greenwood —me río, y señalo a mi reflejo—. Ahora debes dejar los modales y aprender a ser tosco, menos tímido y más vivaz. —Muevo las cejas y los labios—. ¡Los gestos, no olvides los gestos de macho! —Me golpeo las mejillas con las palmas y examino con ojo crítico mi piel—. No, muy cuidada para ser de hombre… Espera, hoy en día ellos se cuidan más que las mujeres, ¿no? —Mi reflejo me devuelve una mirada brillosa, que muy pocas veces logré ver—. No importa, el trabajo de campo la pondrá menos suave.
Me rasco el remolino donde comienza el nacimiento de mi cabello y paso los dedos por mi nuca descubierta.
«¡Ya puedo sentir el aire allí!».
Bajo la cabeza sin dejar de sonreír, muevo los hombros para destensarlos y me despido de mi reflejo con un asentimiento firme.
Empaco mis nuevas pertenencias en la mochila, aunque en el fondo dejo mi vestido floreado bastante retorcido para que casi no se note, y me calzo las zapatillas, las más viejas que encontré en el local. Me siento en el filo de la cama y miro por última vez la habitación de motel donde me he refugiado estos días.
Con el primer golpe no dudé en escapar.
Corrí al primer cajero para sacar una buena cantidad de dinero antes de que mis padres bloquearan mi cuenta bancaria y después detuve un taxi para que me dejara en la primera estación de autobuses. No importó que fuera de madrugada, hallé mi primer destino y sufrí más de cinco horas en ese asiento tieso. Sin embargo, todo valió la pena.
No me aferré a nada, solo a mi cartera y a mi firmeza al haber escapado sin mirar atrás.
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Editado: 27.06.2025