Aquí se respira la naturaleza y por donde giras la mirada ves verde.
No fue una mala decisión pisar Wyoming, menos después de un largo viaje, casi de un día.
A pesar de que rumié recuerdos toda la madrugada, ya que no podía conciliar el sueño, ninguno logró atarme a una idea que me hiciera desistir. Todos, cada uno, me instaron a seguir con este plan, a alejarme más del apellido Blessington, de sus dominios, de su poder. Por supuesto, temí al recordar las represalias que traerá consigo mi exprometido.
Nuestro matrimonio iba a llevarse a cabo por pura conveniencia. Sin amor, sin atenciones por puro protocolo, sin sonrisas «sinceras», sin miraditas de soslayo. Sin nada romántico. Él se ganaría el Blessington y obtendría más conexiones y reconocimiento, mientras que yo me habría adherido a su estatus de hombre inalcanzable y de fanfarronería barata, bajo su sombra y sus diversas amantes.
«Ghita Blessington cazó al soltero más codiciado de nuestro condado».
«Ghita Blessington le quitó el donjuán a…».
«La familia Blessington y la familia… se unen, volviéndose más relevante».
Esos habrían sido los títulos amarillistas de los periódicos e incluso de los canales televisivos en cuanto se anunciara nuestro compromiso, y eso habría ocurrido hace una semana exacta.
Y ahora no queda más que censurar el nombre de ese desgraciado, porque cuando me levantó la mano y me giró el rostro, haciéndome saborear la sangre y perder el equilibrio, entendí dónde me habían metido mis padres. Sus sonrisas corteses y sus gestos diplomáticos solo son su fachada. Y si me golpeó por primera vez, nada podría asegurarme que no lo repetiría. Mi vida habría sido manchada por maltratos y humillaciones.
Si no hacía esto, escapar, quizá habría elegido otro modo de huir, que no tiene retorno.
Sacudo la cabeza, me ato la chaqueta a la cintura y doy los primeros pasos en mi nuevo hogar. Me hago sombra con la mano extendida en la frente y cruzo la carretera en cuanto el semáforo se pone rojo. La mochila me pesa, pero no tanto como la felicidad que salta en mi pecho.
Me detengo enfrente de un restaurante para sacar el teléfono y busco la dirección del pequeño apartamento que arrendé hace poco más de dos horas. Siquiera le di tiempo a la arrendataria para que me ofreciera un tour. Fue darle una contraoferta difícil de resistir —arrendarle los cuatro meses de una vez— y obtener el piso.
Según Maps, está a diez calles.
Y la felicidad ahora se retuerce por todo mi ser.
Es amueblado, cerca de diferentes locales de comida, y queda en un primer piso.
«¡Me saqué la lotería!».
Dando tumbos alegres, me dirijo allí con una sonrisa de oreja a oreja, sin importarme cómo sudo porque no estoy acostumbrada a este sol ni mucho menos a caminar por tanto tiempo porque había vehículos dispuestos para todo.
Veinte minutos después, o eso me parece, soy recibida por una mujer de cabello canoso y anteojos que le cubren casi todo el rostro. Me sonríe encantada y me tiende las llaves.
—Qué muchacho tan bonito —exclama, y se hace a un lado—. Vamos, pasa, pasa.
—Gracias, señora Doppler.
—No, gracias a ti por arrendarme durante tanto tiempo. —Cierra la puerta detrás de ella y caminamos por el pasillo—. Es la última puerta —me aclara al verme dudar—. Como te había dicho, suelen arrendarme ese apartamento por poco más de un mes. Personas que van y vienen, ya sabes. —Me señala mi puerta, y mi corazón se desboca—. Entonces, ¿planeas vivir aquí por mucho tiempo?
Juego con las llaves antes de abrir y asiento.
—Hasta hacerme viejo, espero —respondo asombrada con lo que me encuentro.
Las fotos me mintieron: ¡esto es muchísimo mejor!
Una sala con su mesa comedor, su sofá, el televisor y los libreros, una sola habitación espaciosa, un baño bien cuidado y limpio, una cocina con todo lo necesario y un patio con su lavadora y su secadora. Todo juntito pero bien distribuido.
Se me escapa un suspiro enamorado, y la señora Doppler ríe.
—No olvides el patio comunal y el garaje. Antes esto era un hospedaje, hasta que mi hijo me dio la brillante idea de volverlo mejor en una casa de apartamentos. Y nos ha ido mucho mejor desde que remodelamos todo. —Le da una palmadita al sofá—. Me alegro de que te guste.
—Me enamoró —me sincero, y dejo la mochila apoyada en la pared—. Muchas gracias, de verdad.
Hace un ademán y sube los hombros.
—Ya me mandaste el contrato firmado, ¿verdad?
—Oh, sí. —Enciendo el teléfono y le muestro el PDF—. También tengo el dinero aquí. Lamento que no sea por transferencia.
—El efectivo es bienvenido —ríe.
Me acuclillo y saco el sobre del último bolsillo de la mochila. Se lo tiendo y le sonrío.
—Puedes contarlos.
—No, no, confío. —Me sonríe otra vez y se dirige a la puerta principal—. Cualquier cosa, tienes mi número. Y vivo en el tercer piso.
—Está bien. Gracias, señora Doppler.
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Editado: 01.09.2025