El capricho del vaquero

Capítulo 3: Rancho Jensen

Primera entrevista: fallida.

Segunda entrevista: fallida fallida, con mueca de disgusto incluida.

Tercera entrevista: en proceso.

Me retuerzo las manos frente al portón del rancho Jensen, sin saber cómo seguir. ¿Deberé simplemente atravesarlo o llamar primero? Me muerdo los labios y me decido por la segunda opción.

Oprimo el timbre y espero.

El miedo me atenaza porque en la primera entrevista el granjero, al verme el moretón, no dudó en despacharme.

«A lo mejor pensó que soy problemática».

Reprimo la mueca y cuento los segundos.

El intercomunicador se activa de repente, y casi salto al oír la voz.

—¿Sí?

Me fallan las piernas de puro nerviosismo.

—B-Buen día. —Carraspeo para engrosar mi tono—. Soy Abel Greenwood, un postulante para su oferta laboral.

—Un momento.

Dejo mis manos quietas y contengo la respiración.

¿Será un no definitivo?

«Ay, no, sé optimista».

Estoy por retroceder cuando esa voz regresa.

—Acabo de leer su currículo. No tiene experiencia laboral en ningún aspecto y, por lo que veo a través de la cámara —la busco con los ojos abiertos de par en par—, no me parece que pueda soportar el puesto.

Observo la cámara y me enserio, aunque trato de ladear un poco la cabeza para que no logre apreciar el moretón.

—Puedo demostrarle que está equivocado.

—¿De verdad? —A pesar de que su voz es seria, es fácil identificar la diversión en ella.

Y me arriesgo:

—Estoy dispuesto a demostrárselo con un día laboral no remunerado, y puede ser hoy.

—De acuerdo. Adelante.

Dejo de clavarme las uñas en las palmas y me adentro en la propiedad en cuanto el portón se abre. Se cierra con un chasquido fuerte a mis espaldas, y esto me ayuda a darme ánimos mientras hago ejercicios de respiración. Me enderezo, cuadro los hombros y camino con decisión.

La casa, digo, hacienda, mansión, lo que sea, está a varios metros de distancia, que recorro en un pestañeo. Si no me muevo rápido, el nerviosismo me alcanzará y me matará primero.

Freno en seco al ver a un hombre deteniéndose en el último escalón del porche.

Falló mi idea de que todos los vaqueros son corpulentos, bronceados, con barbas y de aspecto rudo. Este, definitivamente, es todo lo contrario. Alto y de corte atlético, sí, pero pálido, sin barba, con el cabello negro atado en una cola baja y vestido como si le temiera al sol: capas y capas de ropa negra.

«Como si viviera en un funeral perpetuo».

Reanudo mi marcha y me detengo frente a él con el mentón en alto.

Me permito escrutarlo un poco más, y sí parece un fantasma. De ojos negros, profundos y tormentosos, facciones níveas pero masculinas, y mucho, cejas no tan pobladas, nariz recta, labios un poco llenos y mirada afilada. Calculo que me gana por veinte centímetros y se le nota que se ejercita a diario, pero no ostenta de músculos inflados, como esperaba.

Le sonrío al volver a sus ojos y le extiendo mi mano.

Arquea una ceja.

—Un gusto, señor Jensen. —Espero a que la estreche, y ya el brazo empieza a dolerme.

—Ivo.

—¿Perdón?

Resopla.

—Ivo Jensen. Solo Ivo.

—Oh —bajo la mano y la aprieto contra mi costado—, entonces, un gusto, Ivo.

Asiente y entrecierra un poco la mirada.

—Espero que me des una buena demostración, Abel. —Me mira de pies a cabeza, deteniéndose por unos segundos en la parte violácea de mi pómulo, la cual roza el párpado inferior, antes de pasar por mi lado—. Sígueme.

Me trago la irritación, agradecida al mismo tiempo de que no reparara tanto en el moretón, y obedezco.

Eso sí, camino a cinco pasos de él por si mi presencia le estorba mucho.

—Este trabajo se basa más que todo en la limpieza y el cuidado de los caballos, así como de las vacas. —Hace un gesto con la cabeza hacia la izquierda, y me fijo en esa dirección, donde está la caballeriza—. Cambiarles el heno, el agua, lavarles los recintos, estar pendiente de sus necesidades, sacarlos a correr, no permitir que salten las vallas, entre otras labores. Lo más importante es que serás el ayudante del encargado, de su adiestrador y cuidador.

Asiento para mí, aunque les temo un poco a los caballos y no quiero tener un segundo jefe malhumorado.

—Solo te encargarás de esa zona. Para lo demás tengo asignados a vaqueros que se encargan de pastorear al ganado, llevarlos y traerlos de más partes del terreno. —Ahora señala las montañas que se ven a lo lejos. Me quedo boquiabierta—. Quizá puedas tener la oportunidad de unírteles para aprender de su oficio, aunque es más cansino.

Nos detenemos en las caballerizas y se gira.




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