El capricho del vaquero

Capítulo 4: Recuerdo amargo

Las palmas me escuecen mientras las lavo con jabón neutro. Las ampollas ya están llenas de líquido y en la base, donde se conecta con la muñeca, tengo raspones alargados, como aruñones.

Dejo de morderme el labio inferior y no vacilo al sumergir las manos en el agua fría. Tirito y me quejo por lo bajo.

—Nota mental: comprar guantes —me murmuro, y cierro el grifo con cuidado.

Ahora limpiarme con la toalla es otro proceso arduo, pero menos complicado en cuanto le agarro la experiencia. Por último, me aplico una pomada con mentol y procuro no rozarme las palmas con la ropa. Temo que alguna ampolla reviente antes de tiempo.

Saco con cuidado de la parte superior del armario la caja de primeros auxilios y me cubro las ampollas con curitas. Haré lo mismo mañana, cuando comience mi nueva jornada laboral. Y claro que estoy emocionada, pero si desde el primer día ya me duele el cuerpo horrores no me imagino cómo será el segundo, y todo porque no estoy acostumbrada al trabajo arduo, excepto si ponemos en la bolsa también el gimnasio, aunque sería tonto.

Dejo todo en su lugar y regreso a la sala, donde me detengo unos minutos para contemplar la bicicleta, que compré en mi regreso del rancho Jensen, ya que es una distancia considerable del apartamento hasta allí. Está vieja… pero en buenas condiciones. Las llantas son nuevas y tiene frenos recién puestos, los cuales el vendedor cambió en mi presencia. Además, es de mi tamaño, así que no me cansaré mucho al pedalear.

Suspiro, me desorganizo más el cabello y me siento en el sofá.

Echo la cabeza hacia la base del espaldar, cierro los ojos y me sumerjo en los pensamientos.

Ivo Jensen es dueño de cientos de acres, miles de reses, decenas de caballos… En conclusión, es un hombre poderoso en esta región y con cierta popularidad por su carácter y aspecto. Es muy reservado, poco se conoce respecto a su vida amorosa, y se le ve en ocasiones mínimas fuera de su rancho, solo cuando es necesario. Es un buen empleador y paga lo justo. Recibe nuevos vaqueros por temporadas y no se limite solo a pagar por transferencia, cosa que han adoptado la mayoría de rancheros locales.

Y mi corazonada no se equivocó: Ivo Jensen me contrató, y solo al notar que su caballo más problemático me aceptó. Si no, ahora estaría lamentándome el no haber hallado trabajo, sobrepensando en cómo haré los próximos meses, porque el dinero se agota demasiado rápido. Lo tienes en las manos y en pocos minutos se esfuma.

Además, no dijo nada respecto a mi moretón, incluso pareció ignorarlo por completo, como si no le importara en absoluto, y es así, espero. ¿Qué importancia tiene que uno de sus empleados presente una herida semejante de pronto? Pudo haber tenido una pelea de cantina, por ejemplo, o haber sido abofeteado por uno de sus tantos ligues.

Hay diversas posibilidades, pero la mía me parece que es la melancólica.

Y al traer esto a colación es imposible no atraer el recuerdo de mi exprometido.

Había llegado tarde a nuestra cena porque mi madre decidió demorarse más eligiendo mi vestuario, el maquillaje y el peinado. «No le importará la tardanza al verte radiante», me dijo cuando se lo reproché. Ingenua de mí, le creí. Con una sonrisa tímida, arribé a su mansión y esperé a que me recibiera con una sonrisa cariñosa, por lo menos amistosa, pero fue todo lo contrario.

Me abrió una sirvienta apenada y me dejó pasar con la cabeza gacha, mientras se apretaba las manos en el vientre. Me extrañó, pero no le di más relevancia al adentrarme más en el hogar que pronto compartiríamos él y yo, sin saber que también es su nido de amoríos, donde lleva sus amantes y se monta fiesta de horas, incluso días. Comprobé esto al hallarlo acostado en el sofá en forma de L de su gran sala de descanso, con una mujer inclinada sobre su entrepierna. No necesité mirar dos veces para asegurarme de lo que le hacía. Los sonidos de succión ya eran suficientes, así como sus jadeos satisfechos.

Me paralicé, incluso pensé en dar media vuelta y echar a correr, pero me quedé quieta en mi lugar en cuanto él levantó la cabeza y fijó su mirada en mí.

Esa sonrisa… Oh, Dios, esa sonrisa me clavó el último puñal en el corazón.

Se burlaba de mi apariencia, de mi poca gracia, como lo había oído decirle a mi madre, mientras me asomaba por la puerta para echarles un vistazo. Se reía de mi rostro confuso, del que no sabía si era de una mujer o de un hombre. Y por más que me observara, según sus palabras, no podía aceptar que mi ropa femenina ocultara mi travestismo, como también le comentó una vez a mi padre en su oficina. Lloré toda la noche y al día siguiente, pero de nuevo, tonta de mí, me dejé influenciar por las palabras acarameladas de mi madre y le creí: solo me faltaba saber maquillarme, organizarme el pelo y acentuar mis pocas curvas con prendas favorecedoras.

Y precisamente esa noche de la cita había optado por mi vestido floreado, el único que me ha hecho sentir preciosa, pensando que lo valoraría, que dejaría de pensar en mí como una confusión con piernas. No obstante, fue todo lo contrario.

Empujó a su amante y se puso en pie sin importarle que tenía el pantalón aún desabrochado, con el pecho sudoroso y el cabello enmarañado por las manos de esa mujer hermosa, curvilínea, el epítome de la feminidad. Y me sentí menos, otra vez sin saber definirme, sin encontrar la palabra exacta para explicar mi apariencia, reprochándole a la nada por qué no había nacido más apegada al lado femenino, no en el libro entre eso y la masculinidad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.