El capricho del vaquero

Capítulo 5: Primera experiencia seria

Pedalear en medio de prados verdosos, con reflejos amarillos, besados por los últimos resquicios de la luna, que recién empieza a ocultarse en su cueva, es un sueño hecho realidad, más palpable que en esos espejismos de los sueños. Los aromas: pasto, flores extrañas, heno, a vacas… Todo es nuevo y a la vez reconfortante.

«Esto es lo que me merezco sinceramente, de corazón».

Esbozo una sonrisa encantada, sostengo ahora el manubrio con una sola mano y me dispongo a revisar la hora.

—Oh, no. —Me tambaleo en mi silla y pedaleo más rápido, dando tumbos porque ahora no me importa pasar sobre rocas.

«¡Faltan quince minutos para las cinco!».

Con las mejillas arreboladas y el sudor en mis sienes, frente y sobre el labio superior, logro llegar a tiempo, justo cuando Ivo ensilla su caballo, igual de negro que sus ropas, majestuoso y gigante. Me sorprende que sea tan madrugador y al mismo tiempo me da la impresión de que no suele hacerlo cuando le veo las ojeras. Sus ojos oscuros están cansados, se nota por la rojez que los rodea, y su piel luce un poco más pálida.

Salto de la bicicleta y la arrimo a mi lado mientras me acerco a él, aunque procuro mantener una distancia aceptable para el cabello, que bufa y pisotea.

—Buen día, Ivo. —Le esbozo una sonrisa completa.

—Buen día, Abel. Pedro ya te está esperando en las caballerizas. —Mira hacia donde se preparan los vaqueros, que no me han prestado atención desde que llegué, y luego examina la bicicleta con los labios fruncidos—. Si necesitas que te lleven a casa, Pedro podrá hacerlo.

Contemplo mi bicicleta y me río.

—Es agradable venir hasta aquí con ella…

—Terminarás tu jornada cansado. Creeme, no querrás regresar en ella. —Suelta un silbido, y un hombre menudo, de tal vez sesenta años, se nos acerca a paso apremiante—. Pedro, este es Abel, tu nuevo ayudante.

Los ojos castaños del «anciano» se entrecierran en mí, evaluándome.

—Está bien, don —dice esto último en español, y no tardo en sonreír—. Mucho gusto, joven. —Me tiende la mano, y se la estrecho con firmeza.

—El gusto es mío, Pedro. —Se la suelto y busco la mirada de nuestro jefe—. Gracias, Ivo.

Me observa por pocos segundos.

—Llévalo a su casa en cuanto termine su jornada —ordena—. Agarra la camioneta.

Pedro asiente y yo solo me limito a encogerme un poco por el tono acerado de su voz.

Estoy por agradecerle de nuevo, pero arrea a su cabello, que salta y empieza su trote, alejándose de nosotros.

—Perdone al patrón —me comenta Pedro en cuanto nos giramos hacia las caballerizas—. Hoy no es un buen día. Se han perdido unos novillos.

—Oh… —Hago una mueca—. Espero que los encuentren bien.

Dejo la bicicleta donde me dice que estará excelente y espero.

—Eso esperamos. —Sacude la cabeza y suspira—. Los lobos…

—Sé que están bien —lo callo, y le señalo la horquilla—. ¿Organizamos el heno?

Se endereza y me sonríe mientras asiente.

—Esta vez hacia los corrales.

—De acuerdo. —Me pongo los guantes, que saco de los bolsillos traseros del pantalón, y agarro la herramienta, lista para empezar los dolores musculares del averno, y él se percata de mi entusiasmo.

Suelta un sonido que me parece de orgullo y comenzamos a movernos.

Todos mis músculos se revolucionan a medida que trasladamos el heno. Los de la espalda se tensan y destensan cada segundo, los de los brazos chillan pidiendo clemencia y los de mis piernas parecen aguantar todo lo que pueden.

Y ya cuando hemos trasladado todo, incluso con ayuda de una máquina que no sé el nombre, el sol ya está en lo alto. Irradia rayos láser, lacerantes y agónicos, por lo que me apresuro a cubrirme con una camisa de cuadros que me queda gigante, pero que me sirve como chaqueta.

«Ahora entiendo al patrón».

Me limpio el sudor de la frente con el antebrazo y boqueo para llenar mis pulmones resecos.

—Bien, suficiente descanso —exclama, y se estira mientras se dirige a las caballerizas.

Se me chupan las mejillas del agotamiento y lo sigo encorvada, ya que así los músculos de la espalda no suplican piedad.

—Ahora limpiemos las caballerizas —me dice sobre el hombro, y se acerca a los percheros para hacerse con monos, así no ensuciará la ropa.

Me tiende uno, y lo recibo con una sonrisa agotada.

Después me señala unas botas de goma con la cabeza.

—Saqué a los caballos a pastar muy temprano —me comenta mientras riego el primer recinto con la manguera—. Ya lo necesitaban. Pastor estaba que se escapaba. —Chasque la lengua y comienza a restregar el suelo con una escoba de cerdas duras—. Ese caballo es un dolor de cabeza.

—Me recibió muy bien.

Se detiene y arquea una ceja.

—Solo es dócil con mujeres bella. —Ladea una sonrisa divertida—. ¿Es que tienes pareja como para que la huela en ti?




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