Claro que me rehusé a que me cargara cuando llegamos al apartamento porque no es propio de un hombre que cargue a otro como si fuera una princesa y aparte no hacía falta, pero no pude evitar que entrara y ahora esté sentado frente a mí, con la crema entre sus manos y una bolsa de hielo a su lado.
—Puedo solo —le repito.
Endurece el gesto, pero cede.
Le sonrío en cuanto me entrega la crema y levanto la pierna para reposar el pie herido en la mesita ratonera. Desenrosco la tapa bajo su atenta mirada, que ignoro todo lo que puedo, y me unto tres dedos para proceder a aplicar la crema en mi tobillo, que palpita y arde. Contengo la respiración mientras le hago círculos y cierro los ojos por unos segundos.
Sin quererlo, recuerdo cuando me torcí verdaderamente el tobillo contrario. Tenía trece años y mi padre me había dado el permiso de asistir a la fiesta de cumpleaños de la compañera becada de mi costosa institución privada. Primero se quejó porque me mezclaría con la «baja calaña» y después sopesó que se volvería en algo así como un acto de caridad, y fue entonces que aceptó. Éramos amigas, y me había alegrado muchísimo con su respuesta afirmativa. Le rogué a mi madre que le comprara un suéter que le había encantado a mi amiga en cuanto lo vio en una revista y salté hacia su casa con él envuelto perfectamente en una caja con moño violeta, su color favorito.
Se lo entregué, la vi con los ojos llorosos de la emoción, comí pastel y, por último, me puse a jugar a ladrones y policías, siendo yo una ladrona. Poco más tarde, me hallaba en el suelo, con un dolor increíble. Los padres de mi amiga me atendieron casi al instante y llamaron a una ambulancia.
Abro los ojos y reprimo la mueca melancólica.
No volví a relacionarme con ella después de ese accidente.
Mi madre se encargó de que el director de nuestra escuela la echara y a mí me castigó por seis meses.
¿Y por un esguince? ¿Por haber disfrutado como una niña?
No, por haber humillado el apellido Blessington en un hospital de baja categoría, según su histrionismo.
«¿Cuántas vidas habré arruinado debido a su egocentrismo?».
—¿Abel?
Pestañeo y detengo mis dedos, los cuales ya han esparcido toda la crema.
—Ah, ya está —me río, y enrosco la tapa del empaque para dejarlo a mi lado.
No me tiende la bolsa de hielo, sino que se encarga de reposarla directamente en mi tobillo.
Doy un saltito, pero luego me sorprendo porque la crema parece calentarse y el hielo pierde vigor.
Lo observo ceñuda, e Ivo hace una mueca parecida a una sonrisa.
—Deberás hacer este procedimiento dos veces al día, ¿de acuerdo? —Asiento con firmeza—. Y no olvides beberte los analgésicos —señala la bolsa de papel al lado de mi pie.
—Me pondré alarmas —le aseguro, y le ayudo a sostener la bolsa, inclinándome un poco de más.
Las puntas de nuestros dedos se rozan, pero me hago la que no ocurrió nada y me encargo de presionar un poco más la bolsa, sin permitirme a echarle un vistazo. Ivo no se aleja, permanece quieto, atento a mí, y lo sé porque siento sus ojos todavía firmes en mis reacciones.
—Ten cuidado con Madison. —Aleja su mano, y alzo la cabeza para mirarlo sin aliviar la tensión entre mis cejas—. Jugará contigo primero y luego te desechará. Ya ha roto muchos corazones —explica, y ladea la cabeza—. Podrá… distraerte de tus labores.
Me parece que justifica esto último porque duda de mi reacción, y lo compruebo cuando desvía la mirada y se pone en pie.
—Gracias por la advertencia, Ivo. —Me yergo y le sonrío para brindarle calma—. Además, no tengo tiempo para concertar citas esporádicas. —Le guiño un ojo.
«Aparte de que no me gustan las mujeres y podrá sacar el chisme de que en realidad no soy un hombre, lo que afectará todo, incluso mi relación contigo».
Me muerdo el interior de la mejilla, acomodo bien la bolsa de hielo para que no se deslice de mi tobillo y me recuesto bien en el sofá, huyéndole a su interés, de repente desconfiada y al mismo tiempo irritada, ya que…
«Dios, es imposible».
Lo contemplo por el rabillo del ojo y me doy cuenta de que no ha dejado de mirarme cerca de la puerta de entrada.
«¿Y si…?».
¿Y si le gustan los jóvenes? Y por eso me presta tanta atención, porque lo atraigo, porque le gustan los hombres que rondan los veintitantos.
«¡Qué decepcionado se pondrá cuando se entere de que soy mujer!».
Presiono la mano en mi esternón y frunzo los labios.
¿Por qué me duele a la izquierda, donde late mi corazón, apresurado y ansioso?
—¿Estás bien? —Intenta acercarse, pero lo detengo al sacudir la cabeza.
Bajo la mano y trato de sonreírle.
—Solo… estoy cansado —respondo con la amargura velada en mi tono—. Muchas gracias por haberme traído, Ivo.
Asiente ceñudo.
Sus ojos oscuros se deslizan por todo mi rostro, como si evaluara la certeza en mis palabras, y el dolor vuelve a recaer en mi corazón.
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Editado: 08.08.2025